DOMINGO XIII del Tiempo Ordinario
En este pasaje el Evangelista San Marcos nos narra dos
milagros de Jesús: La resurrección de la hija de Jairo, y la curación de una
mujer que padecía de flujos de sangre.
Ambos milagros se relacionan, tienen en común la
manifestación del poder de Jesús sobre la salud física y señalan la curación
espiritual que El nos da con su poder redentor. Naturalmente que el signo que
nos llama más poderosamente la atención es la resurrección de la hija de Jairo,
una niña muerta prematuramente a los doce años. Pero para el poder de Dios
todo es igualmente posible, y es igualmente manifestación de su amor.
Con respecto al milagro de la resurrección de la hija de
Jairo, podríamos tener una actitud de espectadores desinteresados, simplemente
curiosos, para estar simplemente informados. Y pensar qué suerte la de este
padre a quien Jesús le devolvió viva a su hija. Pero a la vez, podemos estar
pensando, cuántas niños y niñas, cuántos jóvenes que han muerto prematuramente,
y sobre los que no ha ocurrido ningún milagro semejante. Simplemente las
personas han quedado arrolladas por el poder destructivo de la muerte.
Por otra parte, si sólo pretendemos criticar, podemos
añadir alguna otra consideración: al fin la niña, ahora resucitada, murió
igualmente unos años más tarde. Al fin ese milagro no terminó con el
"problema de la muerte", simplemente lo aplazó por unos cuantos años.
Todo esto sería no entender nada del milagro y no
permitir que el milagro fuera simplemente una llave que nos abra la puerta de
la fe en Jesús.
Por eso como cristianos necesitamos ante este milagro una
actitud contemplativa, verlo también con el corazón: intentar entrar en profundidad en el milagro.
Y así percibimos que la lección fundamental de este milagro es el poder de
Jesús sobre la muerte. Jesús, el dueño absoluto de la Vida tiene un absoluto
poder sobre la muerte.
Y el poder más fuerte que tiene Jesús sobre la muerte,
es despojarla de su fuerza destructora. Hacer que la muerte no sea muerte,
sino aurora de vida. Cristo con su muerte destruyó la muerte. Nos dice San
Pablo: "Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y
este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de
la Escritura: la muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh
muerte, tu victoria?" (1 Cor 15, 54-55).
El triunfo de Cristo sobre la muerte, el gran milagro,
que brota del poder salvador de Jesucristo, está en penetrar en la realidad
última de la vida y de la muerte y hacernos encontrar una bella flor: el
sentido que tienen tanto la vida, como la muerte. El sentido que por la fe en
Cristo descubrimos, nos hace ver a la muerte transformada en el despertar a la
vida eterna, la que con más razón merece el nombre de VIDA. La boca del
sepulcro la vemos oscura desde este lado de la vida efímera, pero en realidad
es la puerta de la luz, vista desde el lado de las realidades definitivas.
Jesús, al morir nos ha abierto esa luminosa puerta.
Para subrayar todo esto que venimos diciendo, nos dice el
mismo Jesús, en el evangelio de San Juan: "Yo soy el pan vivo, bajado del
cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre" (Jn 6, 51).
Estas verdades de nuestra fe, nos desafían para que
superemos la tristeza con que solemos mirar la muerte, y exclamemos en voz
alta: por la fe afirmo con todas mis fuerzas que esta persona que veo muerta,
está más llena de vida que nunca; esta persona que veo muerta en realidad ha
entrado en la vida, en la vida de verdad, una vida que ya no tiene amenazas. Ha
entrado al reino de la Luz y de la Paz; una vida al lado de la cual ésta de
ahora no es más que una imperfecta imitación.
Y más aún, esta absoluta certeza sobre el sentido de la
muerte nos hace entender la vida temporal; nos hace darle su auténtico sentido.
La vida en el mundo pasajero es un proceso, día a día, por el cual vamos
acumulando, y construyendo nuestra futura resurrección, que se operará por la
fuerza de Cristo Salvador, con esta vida estamos construyendo nuestra vida
futura, con la gracia de Dios.
El sentido de la vida es algo tan importante, que sin él
nos resulta muy difícil vivir esta vida; el que no encuentra sentido a su vida,
la soporta, hasta que no puede más. Y la vida es tan hermosa: Dios nos permite
construir, con su ayuda, nuestra verdadera vida futura. Cuando Dios nos mandó
al mundo a vivir esta primera parte del tramo de nuestra vida, cuando nos hizo
nacer, no nos tuvo como colaboradores para empezar a ser. No nos preguntó ¿qué
ojos te gustaría tener? No nos preguntó por nuestra estatura, ni por el
coeficiente de inteligencia. Pero para construir la vida definitiva, durante
esta vida temporal, Dios sí nos viene a decir ¿cómo te gustaría tu otra vida? Y
Dios nos dice que podemos construirla con su ayuda.
Por todo esto estamos seguros de que, como a la niña de
que habla el Evangelio, también a los que hayamos muerto en Cristo, Jesús nos
dirá: "contigo hablo, levántate". Y también nuestro sepulcro, como
el del Resucitado, quedará para siempre vacío.
Adolfo Franco, SJ
Adolfo Franco, SJ