lunes, 5 de diciembre de 2016

P. Adolfo Franco, SJ: comentario para el domingo 04 de diciembre


ADVIENTO Segundo Domingo
Mat 3, 1-12

En aquellos días Juan el Bautista se presentó predicando en el desierto de Judea, y decía: «Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos se ha acercado. Éste es aquel de quien el profeta Isaías dijo:

»“Una voz clama en el desierto:
Preparen el camino del Señor;
enderecen sus sendas.”»

Juan usaba un vestido de pelo de camello, llevaba un cinto de cuero alrededor de la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. A él acudía la gente de Jerusalén y de toda Judea, y de toda la provincia cercana al río Jordán, y allí en el Jordán la gente confesaba sus pecados y Juan los bautizaba.
Cuando él vio que muchos de los fariseos y de los saduceos venían a su bautismo, les decía: «¡Generación de víboras! ¿Quién les enseñó a huir de la ira venidera? Produzcan frutos dignos de arrepentimiento, y no crean que pueden decir: “Tenemos a Abrahán por padre”, porque yo les digo que aun de estas piedras Dios puede levantar hijos a Abrahán. 10 El hacha ya está lista para derribar de raíz a los árboles; por tanto, todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado en el fuego.
11 »A decir verdad, yo los bautizo en agua en señal de arrepentimiento, pero el que viene después de mí, de quien no soy digno de llevar su calzado, es más poderoso que yo. Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego. 12 Ya tiene el bieldo en la mano, de modo que limpiará su era, recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que nunca se apagará.»
 
La presencia de Juan Bautista, tal como aparece en este párrafo del Evangelio es impresionante, por lo que hace y por lo que dice. Lo principal que hace es ser coherente, vivir una vida extremadamente austera sin compromisos con lo fácil, con lo material, con la comodidad. En su vivienda, en su comida y en su vestido, hay un desarraigo de todo lo placentero, que impresiona: vive en el desierto, sin protección de techo alguno, come lo que el desierto produce (¿y qué produce el desierto?), y viste una piel de animal. En él todo se ha concentrado en su espíritu, y por eso de ese espíritu brota una voz llena de verdad y de fuerza.

Esa voz nos empuja a dos cosas: a la conversión y a estar abiertos a la novedad de Jesús, que viene detrás de él, pero que es más fuerte y que bautizará con Espíritu Santo y fuego. La conversión y la aceptación de la novedad de Jesús. Dos mensajes que se complementan, que uno lleva al otro. Porque la conversión es principalmente una actitud radical del espíritu, que nos vacía de todo lo que sobra en nuestro espíritu y en nuestra vida, y así nos capacita para recibir a Jesús y su novedad.

Juan bautiza, y a los que confesaban sus pecados, les daba un mensaje de conversión. Buscar las raíces del pecado, que hay detrás de los pecados y arrancarla. Ese es el camino de la conversión. Para nosotros es hacer el esfuerzo por recuperar la pureza original en la que fuimos bautizados. Esa renuncia al mal que repetimos entonces en nuestro bautismo por tres veces: estar siempre del lado del bien, de la verdad, de la pureza, y renunciar a Satanás y sus seducciones; eso dijimos y eso debemos recobrar, una acción decidida para recuperar la blancura del vestido que nos cubrió en el bautismo. Esfuerzo de conversión que es aspirar a lo que podemos llegar a ser, y dejar la mediocridad de una vida en que vivimos un cristianismo de "más o menos".

Nos preparamos a celebrar la Navidad, y miramos en la dirección del pesebre, y por eso adelantando la luz que de ahí brota, queremos otra vez estar configurados a la imagen del Salvador que nacerá como una luz sin sombras, y como nuestro ideal.

Y la segunda parte del mensaje que nos da Juan Bautista es la novedad que trae la llegada de Jesús, el Salvador. Ya no se trata de la filiación de Abrahán, de la que se gloriaban los judíos. La salvación de Jesús sobrepasa la propuesta de la ley judía. Va más allá, y es completamente nueva.

Y es que todo lo que trae Jesús es nuevo. Y lo primero que es nuevo, es que quien viene a vivir entre nosotros, que viene a enseñarnos y viene a salvarnos, es Dios mismo. Ya no es un mensajero como tantos que El había ido enviando antes. Ahora es Dios en la persona de su Hijo, habitando entre nosotros; y esto es algo completamente asombroso y que siempre será nuevo.

Pero además es nuevo el concepto de Dios, que Jesús nos revela: Dios es amor y es nuestro Padre; esto es completamente nuevo. Dios es un abismo de amor, que habita en nuestras vidas. Ya Dios no es un "habitante del templo" sino que es un "habitante del corazón del hombre". Dios es parte de nuestra propia intimidad, y al que debemos llamar Padre.

Es nueva toda la doctrina que Jesús nos enseña; es tan nueva que nos desconcierta, cuando nos propone sus ideales en las bienaventuranzas. Cuando nos empuja al amor hasta el extremo y sin condiciones, hasta dar la vida, sin esperar retribución. Es nueva esta conducta cristiana, que ningún otro maestro habría podido enseñar, porque Jesús es el único que la vive en su totalidad, hasta la muerte.

Por eso tenemos que estar abiertos a la novedad, después de purificar nuestro corazón con la conversión. Y tomar la novedad misma como un horizonte de nuestra vida cristiana personal. La novedad es algo que debe caracterizar también nuestra vida de cristianos. Una adhesión a Jesús siempre renovada, como si siempre estuviéramos de estreno. Cada acto de nuestra vida de cristianos, saliendo del corazón como si por primera vez conociéramos a Cristo. Si cada acto de nuestra vida de cristianos fuera de verdad un acto profundo de amor, nuestro cristianismo siempre tendría el vigor y la lozanía de lo nuevo. Y es que en nuestra vida de cristianos podemos también establecer mecanismos repetitivos, y formar así rutinas de comportamiento, en las que la emoción de la entrega no está casi nunca presente. Nuestro cristianismo debe aspirar a ser siempre algo nuevo, no algo simplemente mecánico.

Así nos preparamos con este nuevo mensaje para la Navidad: la conversión del corazón y el asombro ante lo nuevo de Jesús.

Adolfo Franco, SJ