SEXTO DOMINGO DE PASCUA
Jn 14,23-29
Jesús le respondió: "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes.
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.»
Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡ No se inquieten ni teman !
Me han oído decir: 'Me voy y volveré a ustedes'. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Jesús se va y nos deja como herencia su mandamiento: amarnos como él nos ha amado. Su amor, que le lleva hasta dar su vida por nosotros, es la fuente de nuestro amor a los demás. Uno ama como es amado.
El amor no es sólo un sentimiento: abraza a toda la persona, dándole una nueva manera de ser, de pensar, querer y actuar. Se ama realmente con hechos y en verdad. Por eso dice Jesús: “Si me aman, guardarán mis mandamientos”. Se pueden observar los mandamientos como deberes impuestos, sin libertad de hijos y de amigos (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o se pueden observar como expresión del amor filial que uno tiene a Dios como a su Padre. El secreto de la verdadera observancia de los mandamientos de Dios es el amor de un corazón que se sabe amado.
El amor que nos enseña Jesucristo nos lleva, además, a reconocer en toda circunstancia lo que nos corresponde hacer, lo que más nos conviene a nosotros y a los demás, “lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto” (Rom 12,3). Por eso, el amor es cumplimiento de la ley, resume y contiene toda la ley antigua y los profetas, y es el culmen de toda moral.
Jesús se va y promete enviarnos el Espíritu Santo. Con él Jesucristo inaugura una nueva forma de hacerse presente en la Iglesia, en nosotros y con nosotros, por medio del Espíritu. Por eso dice a sus apóstoles que no los dejará solos, que volverá y que por el Espíritu establecerá una comunión de amor entre el Padre, los fieles y él mismo.
Su nombre, Espíritu, pneuma, significa viento, fuerza y no es otro que el Espíritu mismo de Dios, su fuerza y su energía, que procede de Dios y es Dios. Su función para con nosotros es consolar y defender como abogado. No es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo Ser Divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su plenitud. Nosotros lo reconocemos en la fuerza interior que da dinamismo al mundo, que no ceja de empujar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta y sostiene todo el despliegue histórico en dirección del amor, la justicia, la verdad y el bien en su plenitud.
Este Espíritu, dice Jesús, nos recordará todo lo que él nos enseñó. Dios se nos ha revelado en Jesús. Por su parte, Jesús nos ha enseñado todo acerca de Dios y todo lo que necesitamos para nuestra salvación. Por eso decimos que la revelación culmina y concluye en Jesucristo. Función del Espíritu Santo es hacernos comprender y, sobre todo, recordar, es decir, conocer con el corazón. Los cristianos vivimos de la memoria de Jesús. El ser humano vive de lo que recuerda, de aquello que se guarda en el corazón. Por eso es importante la memoria: porque lo que no se recuerda, ya no existe.
Les dejo mi paz, les doy la paz. Pronunciada por Jesús con toda la resonancia semítica que le es propia, la paz (shalom), que Jesús deja a los suyos como su regalo final, es el don que contiene todos los dones. La paz significa el hallazgo de lo que se busca, el logro de lo que se desea. En eso consiste la paz mesiánica que el Señor nos deja como fruto de su pascua; plenitud de bendición, fruto del amor.
No como la da el mundo. Para el mundo, la paz es ausencia de guerra, designa el intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto y otro, una guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz de seguir imponiéndose sobre el vencido y mientras éste sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero la paz que así se logra tiene casi siempre el sabor insulso de la mera disuasión y del miedo, o el sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte. Así no es la paz de Cristo. Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para permanecer impávido frente a los problemas, necesidades y sufrimientos de quienes lo rodean. Ni es, en fin, la paz perniciosa de quien se encierra en sus intereses egoístas, y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo es la paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del Crucificado Resucitado, que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen resguardo, y ante la injusticia no teme morir por la justicia.
No se turbe su corazón. La partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de temor y desaliento. Su vuelta al Padre significa que permanece en nosotros con su amor, gracias al Espíritu Santo. Ha ido al Padre a prepararnos un lugar junto a él, y viene a nosotros de un modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.
Carlos Cardó SJ
Jn 14,23-29
Jesús le respondió: "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él.
El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió.
Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes.
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.»
Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡ No se inquieten ni teman !
Me han oído decir: 'Me voy y volveré a ustedes'. Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo.
Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Jesús se va y nos deja como herencia su mandamiento: amarnos como él nos ha amado. Su amor, que le lleva hasta dar su vida por nosotros, es la fuente de nuestro amor a los demás. Uno ama como es amado.
El amor no es sólo un sentimiento: abraza a toda la persona, dándole una nueva manera de ser, de pensar, querer y actuar. Se ama realmente con hechos y en verdad. Por eso dice Jesús: “Si me aman, guardarán mis mandamientos”. Se pueden observar los mandamientos como deberes impuestos, sin libertad de hijos y de amigos (como el hermano mayor del Hijo Pródigo), o se pueden observar como expresión del amor filial que uno tiene a Dios como a su Padre. El secreto de la verdadera observancia de los mandamientos de Dios es el amor de un corazón que se sabe amado.
El amor que nos enseña Jesucristo nos lleva, además, a reconocer en toda circunstancia lo que nos corresponde hacer, lo que más nos conviene a nosotros y a los demás, “lo bueno, lo agradable a Dios y lo perfecto” (Rom 12,3). Por eso, el amor es cumplimiento de la ley, resume y contiene toda la ley antigua y los profetas, y es el culmen de toda moral.
Jesús se va y promete enviarnos el Espíritu Santo. Con él Jesucristo inaugura una nueva forma de hacerse presente en la Iglesia, en nosotros y con nosotros, por medio del Espíritu. Por eso dice a sus apóstoles que no los dejará solos, que volverá y que por el Espíritu establecerá una comunión de amor entre el Padre, los fieles y él mismo.
Su nombre, Espíritu, pneuma, significa viento, fuerza y no es otro que el Espíritu mismo de Dios, su fuerza y su energía, que procede de Dios y es Dios. Su función para con nosotros es consolar y defender como abogado. No es un concepto, ni una fórmula, sino el mismo Ser Divino que ha dado la existencia a todo cuanto existe y conduce la historia humana a su plenitud. Nosotros lo reconocemos en la fuerza interior que da dinamismo al mundo, que no ceja de empujar para que todo crezca y se multiplique la vida, que alienta y sostiene todo el despliegue histórico en dirección del amor, la justicia, la verdad y el bien en su plenitud.
Este Espíritu, dice Jesús, nos recordará todo lo que él nos enseñó. Dios se nos ha revelado en Jesús. Por su parte, Jesús nos ha enseñado todo acerca de Dios y todo lo que necesitamos para nuestra salvación. Por eso decimos que la revelación culmina y concluye en Jesucristo. Función del Espíritu Santo es hacernos comprender y, sobre todo, recordar, es decir, conocer con el corazón. Los cristianos vivimos de la memoria de Jesús. El ser humano vive de lo que recuerda, de aquello que se guarda en el corazón. Por eso es importante la memoria: porque lo que no se recuerda, ya no existe.
Les dejo mi paz, les doy la paz. Pronunciada por Jesús con toda la resonancia semítica que le es propia, la paz (shalom), que Jesús deja a los suyos como su regalo final, es el don que contiene todos los dones. La paz significa el hallazgo de lo que se busca, el logro de lo que se desea. En eso consiste la paz mesiánica que el Señor nos deja como fruto de su pascua; plenitud de bendición, fruto del amor.
No como la da el mundo. Para el mundo, la paz es ausencia de guerra, designa el intervalo –¡muchas veces tan corto!– que se da entre un conflicto y otro, una guerra y otra. La paz del mundo dura mientras el vencedor sea capaz de seguir imponiéndose sobre el vencido y mientras éste sea incapaz de rebelarse y vengarse. Por eso, dice el mundo: “Si quieres paz, prepárate para la guerra”, pero la paz que así se logra tiene casi siempre el sabor insulso de la mera disuasión y del miedo, o el sabor amargo de aquello que se consigue con la violencia y la muerte. Así no es la paz de Cristo. Tampoco es su paz la de quien endurece sus sentimientos para permanecer impávido frente a los problemas, necesidades y sufrimientos de quienes lo rodean. Ni es, en fin, la paz perniciosa de quien se encierra en sus intereses egoístas, y busca sólo su propia felicidad y no la de los demás. La paz de Cristo es la paz que nace de un amor más fuerte que la muerte, es la paz del Crucificado Resucitado, que, ante el dolor de los demás, no se pone a buen resguardo, y ante la injusticia no teme morir por la justicia.
No se turbe su corazón. La partida física de Jesús no nos deja un vacío lleno de temor y desaliento. Su vuelta al Padre significa que permanece en nosotros con su amor, gracias al Espíritu Santo. Ha ido al Padre a prepararnos un lugar junto a él, y viene a nosotros de un modo nuevo. Por eso nos dice: que se alegre su corazón.
Carlos Cardó SJ