En mayo de 1588 una gigantesca flota compuesta por 154 barcos, la mayor
que se había visto en las costas europeas en toda la historia, zarpó de
Lisboa con dirección al mar del Norte. El plan encomendado a su
comandante, Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia, era navegar
hasta la costa flamenca y allí proteger el cruce del canal de cientos
de barcazas con infantería tomada de los tercios de Flandes. Una vez en
Inglaterra las tropas, capitaneadas por Alejandro Farnesio,
desembarcarían, tomarían Londres y depondrían a la reina Isabel I que
sólo un año antes había ordenado ejecutar a María Estuardo. Con esa
operación Felipe II pretendía conseguir tres objetivos. El primero
suprimir el principal apoyo que tenían los rebeldes holandeses, el
segundo poner fin a las incursiones de corsarios ingleses en América y
el tercero reimplantar el catolicismo en Inglaterra.
La armada española se encontró con resistencia a la entrada del canal,
frente al puerto de Plymouth. Allí les esperaba el almirante Howard con
otra flota aún mayor y formada por navíos más pequeños, rápidos y
maniobrables que los galeones españoles. Medina Sidonia carecía de
experiencia naval y desoyó los consejos de sus capitanes, que le
sugirieron dirigirse a la isla de Wight y apoderarse de ella. Eso
hubiera puesto en jaque dos de los principales puertos ingleses: el de
Portsmouth y el de Southampton que se encuentran cerca de esta isla.
Pero Pérez de Guzmán no quiso arriesgar y siguió las órdenes que le
habían enviado desde Madrid. La armada llegó a Calais prácticamente
intacta, pero fue atacada por los ingleses con brulotes durante la
noche. Eso provocó que los barcos españoles se dispersasen facilitando
el trabajo a Howard.
Los ingleses, colocados a barlovento y con sus puntos de
avituallamiento muy cercanos, se lanzaron sobre la armada que a punto
estuvo de encallar en las costas flamencas. Cambió entonces el viento y
eso les permitió huir de aquel caldero internándose en el mar del Norte.
Howard comenzó entonces una persecución de los navíos españoles,
obligados a circunnavegar el archipiélago británico en una penosa
singladura marcada por los temporales en la que se perdieron muchos de
sus barcos, un total de 24 que encallaron en Escocia e Irlanda. El resto
consiguieron regresar a España con sus tripulaciones en un lamentable
estado.
La denominada Grande y Felicísima Armada no había logrado ninguno de
sus propósitos. Felipe II encajó la derrota de mala manera asegurando a
sus íntimos que había enviado a sus barcos a luchar contra los hombres,
no contra los elementos. En Inglaterra la victoria reafirmó a Isabel I
en el trono y la empujó a devolver el golpe un año más tarde con la
llamada contra armada británica que la reina encargó a Francis Drake. La
contra armada pretendía dar la puntilla a la maltrecha flota española
en los puertos cantábricos, tomar las islas Azores y arrebatar Portugal a
Felipe II colocando en el trono a Antonio de Avis, prior de Crato, que
se encontraba exiliado en Inglaterra. Pero fracasaron en su intento sin
conseguir nada de lo que se habían propuesto.
En los años siguientes Felipe II consiguió reconstruir buena parte del
poderío naval español, pero esa derrota quedó grabada en el imaginario
colectivo inglés, que rebautizó a la armada española como armada
invencible. Su gesta la comparaban con la de David contra Goliat, se
acuñaron medallas conmemorativas y el inesperado éxito inglés animó a
los protestantes de toda Europa. Inglaterra iniciaba de este modo su
ascenso como potencia naval, pilar fundamental sobre el que edificaría
su imperio un siglo más tarde.
Fuente: La ContraHistoria
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