Al despuntar el siglo XIX la Rusia zarista se había convertido ya en una
gran potencia. Pasado un siglo desde el ascenso al trono de Pedro el
Grande y tras la formidable expansión y fortalecimiento interno de los
años de Catalina la Grande, el zar Pablo I, hijo de esta última, heredó
un inmenso imperio que iba del mar Báltico hasta Alaska y de las costas
del Ártico a las del Caspio. Era el mayor del mundo. En superficie sólo
se podía medir con el imperio español, que en aquel entonces alcanzó su
máxima extensión territorial, pero las posesiones del rey de España en
América, África y extremo oriente estaban separadas por vastos océanos.
Las del zar de Rusia eran contiguas y podían seguir creciendo.
Pablo se las prometía muy felices, pero no vivió mucho tiempo. En 1801
fue víctima de una conjura palaciega y asesinado por un grupo de
aristócratas en un castillo de San Petersburgo. Le sucedió su hijo
Alejandro que tendría que enfrentar la invasión francesa de Rusia unos
años más tarde. Pero el imperio salió fortalecido tras la derrota final
de Napoleón en Waterloo. Alejandro I y, tras él, los zares Constantino
(que reinó apenas un mes) y Nicolás I se convirtieron en una pieza
fundamental en el equilibrio de poderes de la Europa postnapoleónica que
consagró el congreso de Viena de 1815.
El imperio ruso siguió, por lo demás, expandiéndose, aunque ya no
quedaba tanto espacio en Eurasia y terminó chocando con los británicos
por el sur y con los alemanes por el oeste. Con los primeros terminaría
llegando a las manos en Crimea en una guerra que Rusia perdió y que
sería la antesala de una crisis que ocasionaría descontento y múltiples
reformas en un imperio que, si bien se había modernizado exitosamente en
el siglo XVIII, no conseguía incorporarse a la revolución industrial
como ya estaban haciendo las potencias occidentales y, especialmente, la
gran potencia emergente de la época: los Estados Unidos de América, que
se convertirían en la némesis de la Rusia soviética un siglo más tarde.
Pero mucho antes de eso el imperio ruso de los Romanov pareció que iba a
durar mucho más tiempo. Los tres últimos zares (Alejandro II, Alejandro
III y Nicolás II) gozaron de reinados largos y hasta cierto punto
pacíficos, aunque dos de ellos murieron asesinados. El imperio creció y
prosperó durante estos reinados por lo que nada hacía presagiar al
comenzar el siglo XX que el desastre estaba a la vuelta de la esquina.
En 1904, a modo de aperitivo de la catástrofe que se avecinaba, la flota
rusa del Pacífico fue derrotada por la japonesa, una humillación
inconcebible tan sólo un par de décadas antes. A la derrota frente a
Japón le sucedió una revuelta en San Petersburgo que fue sofocada sin
miramientos pero que obligó al zar a crear un parlamento, la Duma, para
aplacar a los que pedían reformas liberales dentro de un país que se
había mantenido ajeno a las revoluciones occidentales.
En 1914 estalló la guerra en Europa. Rusia estaba aliada con el Reino
Unido y Francia por lo que tuvo que declarar la guerra a Alemania y el
imperio Austrohúngaro. Rusia no estaba preparada para un conflicto de
aquellas dimensiones. La guerra de desgaste en el frente del este
terminó por arruinar todo el crédito que les quedaba a los Romanov. En
febrero de 1917 se produjo una revolución en San Petersburgo que
destronó al zar convirtiendo a Rusia en una república. Meses más tarde,
en octubre, el pequeño partido Bolchevique acaudillado por Vladimir
Lenin se hizo con el poder. El último de los zares fue apresado,
recluido y fusilado. Ahí terminaba la dinastía de los Romanov y la
propia Rusia de los zares que había iniciado su camino cuatro siglos
antes, a mediados del siglo XVI con Iván IV el Terrible.
Tras el capítulo que dediqué a los zares del siglo XVIII, hoy en La
ContraHistoria vamos a abordar esta segunda parte en la que veremos como
la Rusia zarista tocó el cielo derrotando a Napoleón y trató después de
mantener su condición de gran potencia hasta su ocaso final en las
trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Fuente: La ContraHistoria
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