SORRENTO, Australia — Rob Courtney pensaba que era una quemadura por el sol. Pero, al cabo de unos días, el enrojecimiento y la inflamación empeoraron. Al poco tiempo, la piel de su pie derecho se había abierto y la herida supuraba. Su médico lo mandó directo a la sala de urgencias.
Luego le dieron un diagnóstico terrible: Courtney tenía una infección producida por una especie de bacteria carnívora.
En los últimos años, los casos de esa enfermedad, conocida como úlcera de Buruli, han proliferado en la zona costera al sureste de Australia donde vive Courtney, de 80 años.
Y, como ha vivido en carne propia, ese parásito es un intruso temible.
La úlcera le dejó la carne corroída y gangrenosa. Le devoró un injerto cutáneo. Finalmente, los doctores le recetaron los mismos antibióticos potentes que se usan en el tratamiento de la lepra y la tuberculosis. Esos medicamentos le provocaron náuseas y fatiga, también hicieron que su sudor y lágrimas se volvieran anaranjados. Estuvo casi 50 días en el hospital.
“Ha sido una odisea”, comentó Courtney hace poco mientras yacía sobre una mesa de diagnóstico en su clínica local, donde todos los días durante varias semanas ha tenido que someterse a la limpieza de su herida y cambios de vendaje. “No se lo desearía a nadie”.
Se han reportado casos de úlcera de Buruli en 33 países, sobre todo en África, donde una falta de acceso a la atención sanitaria a veces significa que la enfermedad sigue su curso durante meses, por lo que llega a provocar desfiguraciones y discapacidades.
En Australia, donde se han registrado casos de esta úlcera desde los años cuarenta, el aumento reciente de las infecciones ha suscitado un nuevo interés en esta enfermedad olvidada. Esto, aunado a una mayor preocupación a nivel global por las enfermedades infecciosas, ha incrementado las esperanzas de que los científicos por fin puedan obtener los recursos para descubrir su origen.
El área más afectada en Australia es la península de Mornington, en el estado de Victoria. Desde 2016 se han reportado más de 180 casos por año, y en 2018 se alcanzó el máximo de 340. En febrero, la enfermedad se extendió hasta los suburbios de Melbourne, una ciudad de cinco millones de habitantes.
Nadie sabe bien cómo se transmite la infección ni por qué ha brotado en la península de Mornington, una región próspera ubicada a menos de 80 kilómetros de Melbourne que miles de turistas visitan cada año y donde los bulevares arbolados están llenos de restaurantes.
Los científicos piensan que la úlcera de Buruli —así como aproximadamente el 75 por ciento de las enfermedades emergentes, incluyendo la COVID-19— es zoonótica, es decir que puede transmitirse de animales a humanos. Los expertos creen que las afecciones zoonóticas se están volviendo más comunes debido a la invasión de los humanos en los entornos salvajes.
En cuanto al aumento de casos en Victoria, la teoría más compartida es que las zarigüeyas —un marsupial nativo de Australia— son portadoras de la bacteria y los mosquitos, que han entrado en contacto con las heces de esos animales, la transmiten a los humanos.
La bacteria ha estado presente desde hace tiempo, pero “lo que hemos hecho es toparnos con ella y quizá hemos contribuido a intensificarla, volviéndonos víctimas incautas”, afirmó Paul Johnson, médico y profesor de enfermedades infecciosas en el hospital Austin Health en Melbourne. “Hemos causado situaciones en las que puede propagarse con facilidad y provocar enfermedades en humanos”.
En los últimos años, gracias a que el interés en la enfermedad ha aumentado el financiamiento para realizar investigaciones, Johnson y otros intentan descubrir exactamente cómo se transmite la úlcera de Buruli. Con el fin de probar su teoría, los científicos quieren reducir el número de mosquitos en la península de Mornington para ver si, al diezmarlos, disminuyen los casos de úlcera de Buruli.
Un sábado a finales de febrero, Johnson y Tim Stinear, profesor de microbiología en el Instituto Doherty de la Universidad de Melbourne, estuvieron a cargo de una tropa de más de doce investigadores —quienes vestían chalecos amarillos con la leyenda “Vencemos a Buruli en Victoria”— que colocaron trampas para mosquitos en los suburbios de la península de Mornington.
Los investigadores también han estado en busca de heces de zarigüeya, pues dicen que les han permitido trazar un mapa crucial de las principales zonas en las que está presente la bacteria. “Cuando empiezas a buscar estas cosas, las ves en todas partes”, comentó Stinear mientras se arrodillaba en una entrada con un palo para levantar el excremento y colocarlo en una pequeña bolsa de plástico. “Porque están en todas partes”.
A pesar de su abundancia, las zarigüeyas están protegidas porque son criaturas nativas en Australia. Eso ha hecho que se paralicen las investigaciones y obstaculiza la implementación de programas que podrían reducir la propagación de la enfermedad. (Vacunar a los animales, sin embargo, es una posibilidad). Los esfuerzos para eliminar los mosquitos con insecticidas también se han enfrentado al rechazo de los ambientalistas.
La oposición no es una sorpresa, dicen los investigadores, dada la ola mundial de desconfianza en la ciencia. Pero la financiación del trabajo sobre enfermedades desconocidas como la úlcera de Buruli es crucial para detener futuros brotes. “Nunca sabemos cuándo se volverán importantes”, dijo el profesor Stinear. “Esa lección la aprendimos con el coronavirus”.
Para los que contraen la úlcera de Buruli, la odisea puede ser ardua, pues en pacientes mayores y más vulnerables puede provocar una enfermedad tan grave que deriva en el fallecimiento o la amputación de un miembro. A veces, las heridas tardan meses en sanar, y a los pacientes les quedan cicatrices físicas y psicológicas.
“Es una enfermedad complicada de tratar”, afirmó Daniel O’Brien, especialista en enfermedades infecciosas que vive en Geelong, 80 kilómetros al suroeste de Melbourne. “Se vuelve bastante desconcertante para la gente de la comunidad”.
Un viernes de marzo, O’Brien trató a Courtney y a más de doce pacientes en una clínica de Sorrento en la península de Mornington. Cuando O’Brien comenzó a viajar al lugar hace más de una década, solía atender a unos cuantos pacientes a la semana. Ahora ve a casi 50.
Ha atendido a más de mil pacientes con esa enfermedad, tanto en Australia como en el extranjero. Muchos de los pacientes que atiende en su país son personas mayores, pero en otras partes suelen ser maestros y jornaleros jóvenes, incluso niños.
Usa una regla para medir con cuidado las lesiones, y hace marcas para saber cómo van avanzando. Aunque las úlceras parecen salidas de una pesadilla —algunas carcomen la piel hasta llegar al hueso— casi todos los pacientes dicen que no duelen. La toxina necrosante que produce la bacteria es especialmente horrible: debilita la respuesta inmunitaria y entumece la piel que está consumiendo. Es “un organismo bastante extraordinario, en realidad”, dijo O’Brien de la bacteria, “y un enemigo formidable”.
En el caso de Courtney, la úlcera había carcomido la parte superior de su pie antes de que los doctores pudieran acertar en el diagnóstico. Desde entonces han realizado operaciones para quitarle el tejido necrosado y duro como concreto. “A menos que te deshagas de esa carne muerta, la piel jamás sanará”, explicó Adrian Murrie, un médico de la clínica que ha estado atendiendo a Courtney.
Otros pacientes con casos menos severos prefieren no recibir tratamiento y optan por remedios naturales, como ponerse calor y arcilla en las áreas afectadas. Si bien el cuerpo a veces puede combatir úlceras más pequeñas, estos tratamientos podrían provocar complicaciones en casos más graves, sostuvo O’Brien.
En la mayoría de los casos, se recetan antibióticos. Antes la enfermedad se trataba con intervenciones quirúrgicas, pero, como ahora hay mejores medicamentos, la prognosis ha mejorado muchísimo en los últimos años. “Se pensaba que los antibióticos no funcionaban”, dijo O’Brien, “porque los pacientes generalmente empeoran antes de mejorar”.
Sin embargo, la prevención es casi imposible por ahora.
“No sabemos cómo detenerlo”, dijo. Pero afirma que si la respuesta se encuentra en alguna parte es en Australia.
En el caso de Courtney, aún falta mucho para que acabe su lucha con la enfermedad. Los doctores prevén que su tratamiento tardará otros seis meses.
“Cuando tienes 80 años y pierdes un año, te vuelves loco”, expresó.
Fuente: https://www.nytimes.com
Por: Livia Albeck-Ripka es una reportera de The New York Times que actualmente vive en Melbourne, Australia. @livia_ar
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