El generalísimo Francisco Franco, uno de los pocos dictadores fascistas
que murió pacíficamente en su cama, gobernó España durante tanto tiempo
que muchos empezaron a temer que era eterno. Pero, a más de cuarenta
años de su deceso, aún no se ha ido. Desde el gran funeral del caudillo,
sus restos han estado sepultados en el Valle de los Caídos, un mausoleo
monumental dedicado a las víctimas de la guerra civil española. Ubicado
48 kilómetros al noroeste de Madrid, el sitio está conformado por una
enorme basílica tallada en el costado de la cresta de una montaña de
granito, coronada por una cruz de piedra de 152 metros, la más alta del
mundo. El régimen afirmaba que el conjunto conmemorativo, que alberga
los restos de cerca de 34.000 muertos del conflicto civil, tenía como
propósito honrar a todos los que perecieron durante la contienda, pero
en realidad se trata de un ejemplo de abuso psicológico a una escala
histórica: decenas de miles de prisioneros políticos, muchos de ellos
exsoldados republicanos, trabajaron durante más de veinte años, entre
1940 y 1959, para construir lo que se convertiría en la última morada de
su verdugo.
En
junio, el Partido Socialista Obrero Español, actualmente en el poder,
anunció que exhumaría los restos de Franco y los sepultaría en un lugar
menos llamativo. Durante la última década, el país ha estado eliminando
los símbolos de la dictadura de los espacios públicos, según la Ley de
Memoria Histórica de 2007, y muchos consideraron que la decisión del
gobierno se había tardado mucho. Sin embargo, no todos estuvieron de
acuerdo. En julio de 2018, casi mil simpatizantes de Franco se reunieron
en el Valle de los Caídos, donde alzaron los brazos para hacer el
saludo fascista y cantaron el himno de la Falange Española, el partido
fascista español. En diciembre, el partido ultranacionalista Vox, un
baluarte de la nostalgia franquista, logró importantes victorias en las
elecciones regionales. Conforme se acercaba el 80 aniversario del final
de la Guerra Civil, las divisiones que siguen separando al país se
manifestaban de una manera inquietante.
A
principios de 2019, le escribí a Javier Marías, el novelista actual más
celebrado de España, para preguntarle si estaría dispuesto a asistir a
la ceremonia de exhumación conmigo. En España, y en gran parte de Europa
occidental, Marías goza de una suerte de autoridad y prestigio
culturales que hacen que a su lado incluso los escritores
estadounidenses más exitosos luzcan como aficionados desconocidos. Se
han vendido más de 8,5 millones de copias de sus libros; todos, desde
Roberto Bolaño y John Ashbery hasta los ganadores del Premio Nobel, J.
M. Coetzee y Orhan Pamuk, lo han llenado de elogios; durante años, ha
estado entre los posibles escritores que podrían llevarse a casa el
Premio Nobel de Literatura, y seguramente también será uno de los
favoritos este año. No conforme con el considerable territorio ficticio
que ha creado, Marías también incursiona con frecuencia en el mundo real
mediante una columna semanal muy leída, y a menudo controvertida, que
se publica en el diario El País.
Tanto
en la ficción como en la polémica, Marías se ha puesto plenamente al
servicio del reconocimiento, pospuesto desde hace mucho, del pasado
reciente de España. Durante los últimos años del régimen franquista se
produjeron múltiples manifestaciones públicas pero la rápida transición a
la democracia liberal luego del fallecimiento del dictador fue, en gran
medida, un proceso impuesto desde el poder. En 1976, como parte de un
acuerdo de palabra conocido como el pacto del olvido, los fascistas
acordaron ceder el poder con la condición de que nadie rindiera cuentas
por los crímenes cometidos durante la Guerra Civil y la dictadura.
“Todos aceptaron esta condición, no solo porque era la única manera de
pasar de un sistema a otro de manera más o menos pacífica, sino también
porque los que más habían sufrido no tenían otra alternativa y no
estaban en condiciones de exigir nada”, escribió Marías en Así empieza lo malo,
su novela de 2014, que se enfoca en un matrimonio largo e infeliz que
comienza a desbaratarse durante el periodo posterior a Franco. “La
promesa de un país normal”, agregó, “pudo mucho más que la vieja
búsqueda de desagravio o el afán de reparación”.
Esta
contrapartida moral y el silencio cultural que inauguró han sido un
motor creativo para Marías. A menudo, sus novelas giran en torno a
personas para quienes el olvido, o la ignorancia consciente, se ha
convertido en un estilo de vida. Incluso cuando sus libros no se tratan
explícitamente del franquismo suelen analizar las estructuras
sentimentales que evocan a la dictadura y sus secuelas. En Corazón tan blanco,
publicado en 1992, el narrador escucha un rumor perturbador acerca del
primer matrimonio de su padre. En vez de investigar, como lo haría la
mayoría de los protagonistas, decide que no quiere saber nada al
respecto. Como muchas de las mejores novelas de Marías, el libro es una
suerte de intriga lenta en la que un personaje pasivo y precavido
termina ingeniosamente involucrado en un cuento negro de adulterio y
asesinatos. “No quería saber, pero terminé sabiendo” es una frase que se
convierte en un estribillo repetido a lo largo del texto y que
encapsula fríamente la actitud de toda una generación de españoles sobre
su propio patrimonio problemático.
Es
por eso que asistir con Marías a la exhumación de Franco me parecía
apropiado y oportuno. Mientras esperaba su respuesta imaginé una escena
de exorcismo o catarsis histórica. El laureado escritor español del
silencio y la negación, observando cómo su país finalmente encaraba lo
que durante décadas había estado fuera de los límites. Cuando por fin
recibí su respuesta, esa visión entusiasta quedó destruida. “No podría
importarme menos lo que pase con los restos de Franco, que los
destrocen, los desechen o simplemente los dejen donde están”, escribió.
Después llegaría a percibir que Marías considera que el actual régimen
español de conmemoración es casi tan evasivo y deshonesto como la
amnesia colectiva que remplazó. Accedió a hablar conmigo, pero dijo que
jamás había visitado el Valle de los Caídos y aseguró que eso no
cambiará.
Marías,
de 67 años, no escribe correos electrónicos; produce su correspondencia
en el mismo modelo de máquina de escribir eléctrica que ha estado
usando para redactar sus libros y columnas durante más de un cuarto de
siglo. Después un asistente escanea las hojas y las envía como adjuntos
en PDF a la persona correspondiente. Recibir sus comunicaciones es como
tener una conversación con alguien que insiste en llamarte “señor” o “mi
estimado”, algo a la vez pintoresco y un poco intimidante. Ya no es
fácil conseguir la Olympia Carrera de Luxe,
el tipo de máquina de escribir que prefiere Marías, y su modelo actual
está a punto de dejar de existir. Si no puede encontrar un remplazo,
anunció en una columna publicada justo después de que terminó su novela
más reciente, Berta Isla (cuya traducción será lanzada esta
semana en Estados Unidos), quizá no tenga más alternativa que dejar de
escribir por completo.
Marías
estaba bromeando… probablemente. Como suele encarnar el papel de
cascarrabias, a veces es difícil saber cuán en serio se deben tomar sus
ocurrencias. Como un hombre glotón que llena excesivamente su plato en
el bufé, el autor ha expresado su desprecio por todo: desde las
ciclovías (que han “herido mortalmente” a la capital) o la contaminación
auditiva (en España “no tiene nada de raro escuchar golpes de martillo a
mitad de la noche”) hasta la tiranía latente de la superioridad moral
(“uno de los más grandes peligros que amenazan a la humanidad”).
Determinar
su seriedad no fue un problema cuando llegué a su departamento en la
zona central de Madrid una tarde a finales de mayo. “Hay un imbécil allá
abajo”, dijo Marías poco después de abrirme la puerta. Habla muy buen
inglés —aunque a veces un poco anticuado— y a menudo pregunta si está
pronunciando bien una palabra o si sus expresiones son correctas “¿Imbesail?”,
me preguntó. Le dije que lo había pronunciado bien la primera vez, y
Marías no volteó a verme. “Hay un imbécil allá abajo”, continuó. “Un
imbécil que finge que está comentando un partido de fútbol”.
El
sábado siguiente, el Liverpool se enfrentaría al Tottenham Hotspur en
la final de la Liga de Campeones de la UEFA en un estadio ubicado en los
suburbios de Madrid y, de acuerdo con los reportajes, más de 100.000
aficionados británicos habían llegado a la ciudad para asistir al
evento. En todas partes había pantallas gigantes, carpas publicitarias y
hordas de hombres ebrios con el torso desnudo cometiendo actos
vergonzosos o a punto de hacerlo. En la vieja plaza debajo del
apartamento de Marías, los niños estaban jugando futbol en una cancha
improvisada. Un hombre de voz estridente pretendía ser el comentarista
con un altavoz a todo volumen.
Marías
ya había bajado para hablar con él. “Le dije: ‘Escúchame. Esto no es
necesario’”, me dijo, comenzando lo que obviamente sería un recuento
detallado de lo sucedido. “‘No puedes atormentarnos durante doce horas,
del mediodía a la medianoche. No podemos hacer nada, ¡ni trabajar ni
vivir!’”.
“¡Gol, gol, gol, gol!”, gritó de pronto el imbécil desde abajo.
“‘Ah,
sí, no queremos molestarlo, pero el ayuntamiento nos dio permiso’”,
continuó Marías imitando las respuestas de su antagonista. Su
respiración se tornó furiosa y comenzó a asentir lentamente, una pequeña
pantomima de disgusto que ha ido dominando fatigosamente. “‘Sí, estoy
seguro de que el ayuntamiento te dio permiso, ¡porque entrega permisos
para cualquier idiotez! ¡Siempre es lo mismo!’”. Me pregunté si debía
ofrecerme a bajar a hablar con ellos. “Es una locura. ¡Están invadiendo
toda la ciudad y ni siquiera hay un equipo español en la final!”.
Marías
tiene una cabellera fina, que ha comenzado a perder, párpados pesados y
una boca pensativa. A menos de que haya circunstancias excepcionales,
también tiene un cigarrillo encendido entre los dedos (a veces ha
rechazado honores e invitaciones del extranjero porque ese tipo de
excursiones incluyen muchos lugares —el avión, el hotel, el auditorio—
en los que tendría que abstenerse de fumar). En su juventud, y la
mediana edad, era guapo como las estrellas de cine; sus amigos se
refieren a su estilo de vida como una soltería llena de energía. En
persona es encantador, cálido y atento. En cuanto sacó de su pecho el
asunto del ruido, me pidió que me sentara y me preguntó si quería beber
algo: ¿cerveza? ¿Coca-Cola? ¿Chocolate? ¿Cigarrillos?
Marías
es, como dijera Anthony Powell, un hombre de la tarde. Normalmente se
levanta a las once de la mañana. Puesto que el almuerzo en Madrid ocurre
entre las dos y las tres de la tarde, cuenta con unas buenas horas para
escribir. Después del almuerzo, regresa a su escritorio y comienza otro
turno. Quizá ve a sus amigos en la cena (a las nueve de la noche por
muy temprano), y después disfruta de lo que llama “mi tiempo” (lo cual
es un poco redundante), durante el que lee, escucha música o ve
películas. Se va a la cama como a las tres de la mañana. El año
pasado se casó con Carme López Mercader, su pareja desde hace más de dos
décadas, después de que le dijeron que, cuando muriera, el 70 por
ciento de la herencia que ella recibiera se destinaría al gobierno.
Mercader, editora, vive en Barcelona y tiene dos hijos adultos de una
relación anterior. Generalmente pasan de dos a tres semanas juntos y de
cuatro a cinco separados. Varias de las relaciones previas de Marías han
sido con mujeres que viven en otras ciudades, o incluso en el
extranjero. “Así es más difícil cansarse el uno del otro”, comentó. “Hay
tiempo para extrañarse”.
Suena
a la adultez idílica de un adolescente y, en efecto, Marías comenzó a
establecer los cimientos de ese estilo de vida a una edad temprana. En
1969, cuando tenía 17 años, se escapó de Madrid, donde creció, para
pasar el verano en París, en el departamento de Jesús Franco, su tío, el
director de películas serie B y a veces también pornógrafo de
producciones como Las vampiras y Virgen entre los muertos vivientes.
En la capital francesa, Marías se sintió menos atraído por la agitación
política de la época que por la Cinémathèque Française, cuyo programa
de verano ese año estaba lleno de clásicos estadounidenses del cine
negro. A lo largo de un periodo de seis semanas vio más de 80 películas,
según sus cálculos. Esos filmes proporcionaron la inspiración para Los dominios del lobo,
su primera novela, cuyo borrador casi había terminado para cuando
regresó a casa en otoño. Se publicó dos años más tarde cuando Marías, en
ese entonces estudiante de licenciatura en la Universidad Complutense
de Madrid, apenas tenía 19 años.
Hace
poco, un académico desenterró una copia del informe de censura de esa
novela y se la envió a Marías. “Decía: ‘Este libro es basura y
ciertamente inmoral’”, me dijo Marías, resumiendo con alegría el
veredicto. “‘Pero no dice nada en contra del Estado ni de la Iglesia’,
lo que de verdad les importaba”. Eso es cierto en sentido literal; sin
embargo, la novela logró expresar su desprecio por la cultura insular de
la España de Franco, obsesionada con cuestiones de identidad nacional y
pertenencia. Es más una colección de cuentos encadenados que una novela
totalmente realizada, se escenifica en un Estados Unidos que solo
existe en la mente, basado en las películas, los libros y la música
popular. El contenido era menos provocador que las partes faltantes o lo
que ese vacío insinuaba: no todo tenía que tratarse de Franco.
Para
entonces, Marías también tenía mucha experiencia de primera mano con el
Estados Unidos real. Julián Marías, su padre, un filósofo e intelectual
público prominente, había pasado la Guerra Civil escribiendo y
transmitiendo propaganda republicana; en 1939, algunas semanas después
de que terminó el conflicto, quedó atrapado en la purga sistemática que
Franco ejecutó en la oposición derrotada y escapó del pelotón de
fusilamiento solo después de que un testigo llamado por la fiscalía
terminó declarando a su favor. Su experiencia bajo el régimen fue una
formación para su hijo. Como Julián tenía prohibido dar clases en las
universidades españolas, de vez en cuando aceptaba cortas estancias
académicas en el extranjero, incluyendo varias en universidades
estadounidenses.
Javier,
sus tres hermanos y Dolores, su madre, traductora, lo acompañaban. En
New Haven, donde su padre estaba dando clases en Yale durante el año
académico de 1955-56, escuchó el inglés hablado por primera vez, una
lengua que tendría un papel decisivo en su vida. Después de publicar su
segunda novela, a los 22 años, Marías tomó una pausa de seis años en su
carrera como autor de ficción y se dedicó a varios proyectos de
traducción, es decir, a reescribir la ficción de otros. Él dice que este
periodo, en el que tradujo a Laurence Sterne, Thomas Hardy, Joseph
Conrad, Vladimir Nabokov y otros escritores, fue esencial en su
desarrollo artístico. A mediados de la década de 1980, enseñaba
literatura española y teoría de la traducción en la Universidad de
Oxford, donde ambientó Todas las almas, su brillante sátira
académica en la que muchos de sus antiguos colegas creyeron reconocer un
reflejo poco favorecedor de sí mismos.
Ya
se ha señalado que los protagonistas de Marías a menudo son personas
que viven de manera indirecta a través de las palabras de otros: hay un
cantante de ópera (El hombre sentimental, 1986), un escritor fantasma (Mañana en la batalla piensa en mí, 1994), un editor (Los enamoramientos, 2011). Juan, el narrador de Corazón tan blanco —el libro que convirtió a Marías en una celebridad europea en la década de 1990—
es traductor e intérprete. En uno de los mejores fragmentos cómicos de
la novela, sirve de mediador entre dos políticos que evidentemente son
Felipe González, primer ministro de España, y su contraparte británica,
Margaret Thatcher, en una reunión privada. Al traducir mal a propósito
(la pregunta de González, “¿Quiere que le ordene una taza de té?” se
convierte en “Dígame, ¿la gente en su país la ama?”), Juan saca a
relucir los anhelos autoritarios reprimidos de los participantes. A
pesar de la imagen favorable de Europa, Marías a menudo sugiere que el
continente todavía debe liberarse por completo de la influencia del
fascismo.
La novela más reciente de Marías, Berta Isla,
cuenta la historia de un matrimonio fundado en una suerte de pacto
privado del olvido. Como estudiante de preparatoria en Madrid, la
protagonista conoce y se enamora de Tomás Nevinson, el hijo de una madre
española y un padre inglés expatriado. Durante su época como estudiante
de licenciatura en la Universidad de Oxford, Tomás es reclutado por los
servicios británicos de inteligencia, pues creen que gracias a su
bilingüismo podría ser un excelente espía. Regresa a España y se casa
con Berta pero su trabajo, del que ella acepta no preguntar, lo obliga a
llevar una vida doble. Los secretos engendran secretos, y pronto su
matrimonio se convierte en un juego de engaños mutuos. A lo largo de un
periodo de más de tres décadas, desde principios de la década de 1960
hasta el final de la Guerra Fría y más allá, el libro ofrece un análisis
perturbador de cómo la historia se filtra y contamina nuestras
relaciones más íntimas.
En
determinado momento, Berta reflexiona furiosamente sobre el entusiasmo
popular expresado durante la guerra de las Malvinas, en la que cree que
Tomás se ha involucrado: “El pueblo, que a menudo es vil y cobarde e
insensato, nunca se atreven los políticos a criticarlo (…) Es solo que
se ha erigido en intocable y hace las veces de los antiguos monarcas
despóticos y absolutistas. Como ellos, posee la prerrogativa de la
veleidad impune, no responde de lo que vota ni de a quién elige, de lo
que apoya, de lo que calla y otorga o impone y aclama”.
Desde
luego, Marías no está proponiendo una falsa equivalencia moral entre la
dictadura y la democracia. Cuando le pregunté qué sintió cuando se
enteró de la muerte de Franco, no vaciló. “Alegría”, respondió. “Alivio y
mucha alegría”. Cuando se volvió claro que no se haría justicia con
nadie, también sintió mucha furia. No estaba solo. Una característica de
la España posterior a la transición que fue especialmente enloquecedora
para quienes sufrieron bajo el régimen de Franco fue la manera en que
ciertos exsimpatizantes del dictador comenzaron a reinventarse como
liberales de toda la vida. Esa remodelación desfachatada no fue
desafiada durante una época en la que hacer acusaciones se consideraba
algo mezquino, vengativo o una amenaza al frágil orden social.
Todavía
en 1999, Marías recibió una lluvia de correos llenos de odio después de
publicar una columna en la que atacó al escritor Camilo José Cela, que
ganó el Premio Nobel de Literatura en 1989, el último español en
lograrlo. Cela había luchado en el frente Nacionalista de la Guerra
Civil y trabajaba como censor; según un académico, durante la dictadura
también informó sobre muchos en su medio literario. No obstante, desde
finales de la década de 1970, Cela le restó importancia a su pasado
fascista y afirmaba que era víctima de las circunstancias o el títere de
agentes más poderosos. Marías, cuyos padres conocían personalmente a
Cela y podían confirmar la fraudulencia de esas maniobras exculpatorias,
se sintió obligado a romper la conspiración de silencio cuando el
galardonado del premio Nobel respondió con arrogancia a un entrevistador
que le preguntó sobre su colaboración con el viejo régimen. En su
columna, Marías ni siquiera mencionó a Cela, pero a todos los que
conocían la situación les quedó claro a quién se refería, y esta
violación del contrato social causó indignación por parte de los
lectores en todo el espectro político. “¡Ay, por favor!” fue como Marías
resumió la reacción. “¿Vas a sacar a relucir eso ahora?”.
Gracias
en gran medida al activismo comunitario realizado por los hijos y
nietos de las víctimas de Franco, la España del siglo XXI ha recorrido
un largo camino para derrocar este sofocante consenso moral. La Ley de
Memoria Histórica de 2007 no solo condenó oficialmente al régimen de
Franco por primera vez, también proporcionó el apoyo del Estado a
quienes buscan ubicar, exhumar y volver a sepultar formalmente a sus
familiares que murieron durante la dictadura, muchos de los cuales
fueron sepultados en fosas comunes. Aunque acepta estos avances como
necesarios y humanos, Marías ve nuevas prevaricaciones tras ellos.
El
pacto del olvido fue aceptado de manera generalizada, me dijo, no solo
porque le convenía a la clase gobernante, sino también porque redundaba
en beneficio de muchos españoles ordinarios que fueron cómplices en la
represión de los años franquistas y estaban felices de saber que el tema
se olvidaría. Este es un matiz que a menudo se pierde en las polémicas
contemporáneas, sobre todo las de una generación nacida tras la muerte
de Franco que ha llegado a considerar la transición como una traición
cobarde. El año pasado, Marías escribió una columna titulada “Una
dictadura, necios”, en la que reprendió a los que habían comenzado a
atacar a la gente de su edad por permitir que Franco y sus secuaces
salieran bien librados. Ese tipo de acusaciones, argumentó Marías,
revelaban una “ignorancia criminal” de la historia, que a su vez volvía
susceptibles a los españoles que creen en el “cuento de hadas” de que
“el establecimiento de la democracia fue el trabajo del ‘pueblo’, cuando
en realidad el ‘pueblo’, con algunas excepciones, estaba dedicado a la
dictadura y la vitoreaban”. Si no hubiera sido por los líderes de ese
entonces, la mayoría provenientes de la era franquista, “es posible que
esa dictadura hubiera sobrevivido otra década, con el consentimiento de
muchos compatriotas”.
“He
hablado demasiado, algo de lo que de alguna manera me arrepiento”, dijo
Marías cuando regresé a su departamento ya entrada una tarde. No se
refería a nuestras conversaciones, que ya llevaban varios días, sino a
su carrera como columnista, intelectual público, y como generador y
defensor de opiniones. Quizá estaba a punto de hacer un descubrimiento
en ese momento. En su época de estudiante, Marías estuvo involucrado con
un grupo activista que adversaba a Franco y alzó la voz con vehemencia
en contra de la dictadura y sus defensores en cuanto se eliminaron las
restricciones a la prensa a fines de la década de 1970. Aún se considera
un hombre de izquierda pero, según admite, se ha vuelto más conservador
con el tiempo. Cuando habla de uno de sus temas favoritos —los excesos
de la izquierda contemporánea, por ejemplo, o lo que considera su
énfasis en asuntos culturales por encima de los económicos— emprende una
misantropía apolítica y aplanadora que es más actuación que análisis.
Su expresión de arrepentimiento en efecto fue lo menos distintivo que me
dijo durante nuestros encuentros. “Estoy en un periodo de mi vida en el
que no tengo ganas de revelar demasiado sobre mí”, continuó, con el
rostro atrapado en un ray de luz lleno de humo que provenía de las
ventanas francesas. “Desde luego, ahora es demasiado tarde para
convertirme en un Salinger”.
La
volubilidad es algo que Marías tiene en común con sus narradores, pero
su ficción no reproduce esa costumbre así como así; la aborda con ironía
y la interroga. Las oraciones prodigiosas con las que construye sus
novelas, a la vez fluidas y tensas, llenas de muletillas, tartamudeos y
autocorrecciones, son muestras de una proeza técnica que también revela
una incertidumbre profunda y casi metafísica: ¿qué incluir? ¿Qué
excluir? ¿Dónde quedarse callado? Esa última pregunta ha inspirado
algunas de sus mejores creaciones. Marías ha argumentado de manera
provocadora que no decir nada a veces puede requerir la misma valentía
moral que alzar la voz.
Berta Isla incluye a varios personajes de Tu rostro mañana,
la épica serie de novelas publicada en tres volúmenes entre 2002 y 2007
acerca de Jacques Deza, un académico que de manera inesperada es
reclutado por los servicios británicos de inteligencia. Algunos
episodios poderosos tratan de la relación de Deza con su padre, otro
académico cuya historia es sorprendentemente similar a la de Julián
Marías: tras ser denunciado por un viejo amigo poco después de la Guerra
Civil, le prohíben dar clases en universidades españolas y escribir
para los diarios del país. Jacques no entiende la falta de animosidad de
su padre respecto de ese personaje, quien disfrutó de una carrera
académica exitosa bajo el régimen franquista y no rindió cuentas por sus
actos.
Para
el padre todo se trata de la cuestión del mal que, según cree, el mundo
moderno ha convertido en una suerte de fetiche. “Hoy existe un gusto
por exponerse a lo más bajo y vil, a lo monstruoso y a lo aberrante, por
asomarse a contemplar lo infrahumano y por rozarse con ello como si
tuviera prestigio o gracia”, comenta. Esto le parece precisamente
retrógrada: “Hay acciones tan abominables o tan despreciables que
cometerlas debería anular cualquier curiosidad posible por quienes las
realizan, y no crearla ni suscitarla”. Elegir no saber, negarle al mal
su poder de retener y aterrorizar la imaginación… eso es una idea
radical si no es que herética en nuestra época, y sobre todo en Europa,
el epicentro de tantos horrores del siglo XX. Como lo argumenta Tony
Judt en Postwar: A History of Europe Since 1945, su libro de
2005, la memoria histórica se ha convertido en una especie de religión
secular, “la fundación de la identidad colectiva”. Desde luego, Marías
no está defendiendo la ignorancia absoluta; nos está invitando a
considerar la tensión que existe entre la memoria, que puede ser
asfixiante y limitante —una forma de perpetuar el agravio o la división—
y el olvido, que puede ser una forma de liberación.
El
pasaje, dijo Marías, se inspiró en conversaciones que tuvo con su
padre, que murió en 2005. Cuando le pregunté al respecto, me dijo que,
aunque nunca escribe libros con un “mensaje”, más o menos está de
acuerdo con las palabras del padre de Jacques. “Algunas cosas son tan
malvadas que es suficiente que simplemente hayan ocurrido”, comentó. “No
necesitan una segunda existencia en la narración”. Dio una calada a su
cigarrillo. “Bueno, eso es lo que pienso algunos días”, continuó. “Otros
días pienso lo contrario”.
La
gigantesca cruz en la cumbre del Valle de los Caídos puede verse desde
las afueras norteñas de Madrid y, conforme te acercas, comienza a
dominar el paisaje. Mientras el autobús se abría camino por la ladera
boscosa que llevaba al monumento, nuestro guía nos dijo que la basílica
subterránea en la que pronto entraríamos era más grande que la de San
Pedro en Roma, algo prohibido por la Iglesia católica. Antes de que
pudiera consagrarse, tuvo que construirse una división en la entrada, lo
cual creaba un pequeño vestíbulo no santificado que reducía las
dimensiones totales a un tamaño aceptable. Cuando llegamos, descubrí que
ese espacio estaba ocupado en parte por una pequeña tienda de regalos.
Había tazas del Valle de los Caídos, imanes para el refrigerador, latas
de mentas sin azúcar, cada cosa marcada con la misma imagen de la
gigantesca cruz que se cierne sobre la fachada cóncava de la basílica.
Mientras veía la mercancía, no tuve problemas para entender la cifra
reportada en una encuesta reciente: el 38 por ciento de los españoles
creen que Franco debe quedarse donde está.
Se
salieron con la suya, al menos por ahora. El 4 de junio, menos de una
semana antes de que se llevara a cabo la ceremonia, el Tribunal Supremo
de España ordenó que el gobierno suspendiera sus planes de exhumar los
restos de Franco; su familia había presentado una apelación meses antes,
argumentando que la remoción constituiría una violación de un sitio de
entierro, y aún estaban esperando un fallo. Parece probable que la
batalla legal continúe durante meses, o más. Como Marías lo dice al
final de Así comienza lo malo: “El pasado tiene un futuro con el que nunca contamos”.
Dentro
de la iglesia, la gente estaba rezando, observando las efigies
militares encapuchadas a lo largo del muro, paseando con el aire
indeciso y asombrado de los turistas que no están seguros de qué pensar
sobre lo que los rodea. Una losa de mármol en el suelo detrás de un
altar mayor circular es la cripta de Franco. Alguien había colocado un
ramo de claveles rojos y blancos en el centro. Un empleado me dijo que
la Fundación Nacional Francisco Franco, cuya misión es glorificar al
dictador, deja flores nuevas todas las semanas.
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