Tom
Wolfe, el periodista y escritor innovador cuya prosa salvaje le dio
vida al mundo de los surfistas de California, los fanáticos de la
personalización de los autos, los astronautas y a los ricos y
aspiracionales hombres de Manhattan en obras como El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron, Lo que hay que tener y La hoguera de las vanidades, murió el lunes en un hospital de Manhattan. Tenía 88 años.
Su
fallecimiento fue confirmado por su agente, Lynn Nesbit, quien dijo que
Wolfe fue hospitalizado por una infección. El escritor vivió en Nueva
York desde 1962, cuando entró a trabajar como reportero en The New York
Herald Tribune.
Wolfe
comenzó su carrera en la década de los sesenta y fue uno de los
pioneros en el uso de técnicas literarias en los trabajos periodísticos,
lo que le valió un gran reconocimiento en la creación del movimiento
conocido como Nuevo Periodismo.
Era
conocido por ser un atrevido inconformista pero, en realidad, era
célebre tanto por sus sátiras como por su vestimenta. Su figura
resaltaba mientras caminaba por la avenida Madison: era un hombre alto,
esbelto, de ojos azules, aún de aspecto infantil, que solía lucir
impecables trajes de tres piezas hechos a la medida, camisas de seda a
rayas con cuello alto blanco almidonado, pañuelos brillantes que
asomaban desde el bolsillo del pecho, antiguos relojes de bolsillo y
zapatos blancos. Una vez le pidieron que describiera su atuendo y Wolfe
respondió: “Neopretencioso”.
Era
una respuesta irónica, típica de un escritor que se deleitaba
diseccionando las pretensiones de los demás. Tenía un ojo despiadado,
una inclinación natural para detectar tendencias y luego darles nombres,
como pasó con Radical Chic y The Me Decade, dos términos de su autoría que se convirtieron en modismos estadounidenses.
Su
talento narrativo y la facilidad que tenía para caricaturizar fueron
evidentes desde el principio de su carrera, que se diferenció por un
estilo marcado por la pirotecnia verbal, la imitación perfecta de los
patrones del habla, investigaciones meticulosas y un uso creativo del
lenguaje pop y la puntuación.
“Como
campeón de la extravagancia, no tiene comparación en el mundo
occidental”, escribió Joseph Epstein en The New Republic. “Normalmente,
el estilo de su prosa es de un barroco escopeta, otras veces es un
rococó ametralladora como pasa en su artículo sobre Las Vegas que
comienza repitiendo 57 veces la palabra ‘hernia'”.
En
National Review, William F. Buckley Jr. lo expresó de una manera más
simple: “Probablemente sea el escritor más hábil de Estados Unidos;
quiero decir que puede hacer más cosas con las palabras que cualquier
otro”.
De 1965 a 1981, Wolfe produjo nueve libros de no ficción. Ponche de ácido lisérgico,
un relato de sus viajes como reportero con Ken Kesey y sus Merry
Pranksters mientras difundían el evangelio del LSD en California, sigue
siendo una crónica clásica de la contracultura. “Sigue siendo el mejor
relato —ficticio o no, impreso o en película— sobre la génesis de la
subcultura inconformista de los años sesenta”, escribió el crítico Jack
Shafer en la Columbia Journalism Review al celebrar el 40 aniversario
del libro.
Sin embargo, para algunos críticos es mucho más impresionante Lo que hay que tener,
su relato reporteado exhaustivamente sobre los primeros astronautas
estadounidenses y el programa espacial Mercury. El libro, adaptado en
una película en 1983 con un elenco que incluía a Sam Shepard, Dennis
Quaid y Ed Harris, convirtió al piloto de pruebas Chuck Yeager en un
héroe cultural y ganó el Premio Nacional del Libro de Estados Unidos.
Al
mismo tiempo, Wolfe continuó produciendo una serie de ensayos y textos
para revistas como New York, Harper’s y Esquire. Su teoría de la
literatura, que predicó en diversas intervenciones y publicó en
artículos impresos, era que el periodismo y la no ficción habían
“borrado a la novela como el evento principal de la literatura
estadounidense”.
Después de Lo que hay que tener,
publicado en 1979, se enfrentó a la que definió como “la pregunta que
rondó a todos los escritores que experimentaron con la no ficción
durante los últimos diez o quince años: ‘¿Simplemente estás eludiendo el
gran desafío de la novela?'”.
La hoguera de las vanidades
La respuesta llegó con La hoguera de las vanidades.
Publicada inicialmente como una serie en la revista Rolling Stone y,
después de extensas revisiones, en formato libro en 1987, ofreció una
imagen arrolladora y mordazmente satírica del dinero, el poder, la
avaricia y la vanidad durante los desvergonzados excesos de los años
ochenta en Nueva York.
La
acción salta de Park Avenue a Wall Street y de ahí a los terroríficos
escenarios de la Corte Criminal del Bronx, después de que Sherman McCoy,
un tipo que se proclamaba como un “maestro del universo” pero que solo
era un comerciante de bonos educado en Yale, se pierde en el Bronx
durante una noche mientras manejaba su Mercedes-Benz acompañado por su
joven amante. Después de atropellar a un hombre negro y casi iniciar un
motín racial, el protagonista entra en las pesadillas del sistema
estadounidense de justicia penal.
Aunque se convirtió en un gran éxito de ventas, La hoguera de las vanidades
dividió a los críticos en dos bandos: los que elogiaron a su autor como
digno heredero de sus ídolos narrativos como Balzac, Zola, Dickens y
Dreiser, y quienes despacharon el libro calificándolo como periodismo
inteligente, una crítica que persiguió al autor en su faceta literaria.
Wolfe respondió con la publicación en Harper’s de “Acosando a la bestia
de los mil millones de pies”, un manifiesto en el que arremetió contra
la ficción estadounidense por no cumplir con el honrado deber
sociológico de informar sobre los hechos de la vida contemporánea en
toda su complejidad y variedad.
Su segunda novela, Todo un hombre
(1998), también fue un gran éxito comercial y volvía a describir un
panorama social en ascenso. Ambientada en Atlanta, trazó el auge y la
caída de Charlie Croker, una exestrella de fútbol de Georgia Tech, de 60
años, quien se convirtió en un millonario desarrollador de proyectos
inmobiliarios.
Las ambiciones narrativas de Wolfe y su gran éxito comercial le granjearon grandes enemistades.
“Su
escritura extraordinariamente buena obliga a que uno contemple la
incómoda posibilidad de que Tom Wolfe sea visto como nuestro mejor
escritor”, escribió Norman Mailer en The New York Review of Books.
“Entonces cuán agradecido puede sentirse uno por sus fracasos y su
incapacidad para la grandeza, su ausencia de brújula para lo
verdaderamente grande. Incluso puede que padezca de una incapacidad
endémica para mirar en la profundidad de sus personajes más allá del ojo
del periodista consumado”.
“Tom
puede ser el fanfarrón más duro que haya tenido el mundo literario”,
continuó Mailer. “Pero ahora ya no nos pertenece (¡si es que alguna vez
fue así!). Ahora vive en el reino de Los Más Vendidos: ya es un inmortal
de los medios. Casó a su gran talento con el dinero real, y muy pocos
pueden hacer eso o permitirse hacer eso”.
Las críticas de Mailer tuvieron eco en John Updike y John Irving.
Dos años después, Wolfe se vengó. En un ensayo titulado “Mis tres chiflados”, incluido en Hooking Up, su libro de 2001, escribió que sus eminentes críticos se habían visto muy “impresionados” por Todo un hombre
porque era una “novela intensamente realista, basada en la
investigación, que se sumerge de todo corazón en la realidad social del
Estados Unidos actual”, y sostuvo que su libró señaló la nueva dirección
en la literatura de fines del siglo XX y principios del siglo XXI que
pronto lograría que muchos artistas prestigiosos, “como nuestros tres
viejos novelistas, parezcan decaídos e irrelevantes”.
Y, agregó, “debe irritarlos un poco que todos, incluso ellos, estén hablando de mí, y nadie está hablando de ellos”.
Fueron
palabras duras de un hombre que era conocido por su gentileza y gran
cortesía en persona. Durante muchos años, Wolfe vivió una vida
relativamente privada en su departamento de doce habitaciones en el
Upper East Side con su esposa, Sheila (Berger) Wolfe, una diseñadora
gráfica y exdirectora de arte de Harper’s Magazine, con quien se casó
cuando tenía 48 años. Ella y sus dos hijos, Alexandra, reportera de The
Wall Street Journal, y Tommy, escultor y diseñador de muebles, lo
sobreviven.
Todas
las mañanas se vestía con uno de sus atuendos característicos —una
chaqueta de seda, por ejemplo, chaleco blanco cruzado, camisa, corbata,
pantalones plisados, calcetines rojos y blancos y zapatos blancos— y se
sentaba frente a su máquina de escribir. Todos los días se fijaba una
cuota de diez páginas, a tres espacios. Si terminaba en tres horas, ya
había terminado el día.
“Si
me toma doce horas, pues está muy mal, pero tengo que hacerlo”, le dijo
a George Plimpton en una entrevista en 1991 para The Paris Review.
Durante
muchos veranos los Wolfe alquilaron una casa en Southampton, Nueva
York, donde el escritor mantenía su rutina diaria de escritura y el
régimen de ejercicios que rara vez suspendió. En 1996 sufrió un ataque
al corazón en su gimnasio y se sometió a una cirugía de baipás
quíntuple. Luego sufrió un período de depresión severa del que lo
revivió el personaje de Charlie Croker, protagonista de Todo un hombre.
En cuanto a su notable vestimenta, la definía como “una forma inofensiva de agresión”.
“Al
principio de mi carrera descubrí que no tenía sentido que tratara de
mezclarme”, contó en The Paris Review. “Podía ser el buscador de datos
del pueblo o el hombre de Marte que simplemente quiere conocernos.
Afortunadamente, el mundo está lleno de personas con la compulsión de
querer contarte sus historias. Quieren decirte cosas que no sabes”.
Las excentricidades de su vida adulta distaban mucho de la normalidad de su infancia que, según todas las versiones, fue feliz.
El hijo de un profesor
Thomas
Kennerly Wolfe Jr. nació el 2 de marzo de 1930 en Richmond, Virginia.
Su padre era profesor de Agronomía en el Instituto Politécnico de
Virginia; editor de la revista agrícola The Southern Planter y director
de distribución de la Cooperativa Southern States, que más tarde se
convirtió en una compañía de la lista Fortune 500. Su madre, Helen
Perkins Hughes Wolfe, diseñadora de jardines, lo alentó a convertirse en
artista y le inculcó su amor por la lectura.
El joven Tom fue educado en una escuela privada para niños en Richmond. Se graduó cum laude
en la Universidad Washington y Lee en 1951 con una licenciatura en
inglés y la habilidad suficiente como lanzador para ganarse una prueba
con los New York Giants; sin embargo, no la pasó.
Se
matriculó en la Universidad de Yale en el programa de estudios
estadounidenses y terminó su doctorado en 1957. Después de enviar
solicitudes de trabajo a más de cien periódicos y recibir tres
respuestas, dos de ellas negativas, se fue a trabajar como reportero de
temas generales en The Springfield Union en Springfield, Massachusetts, y
luego se unió al equipo de The Washington Post. Fue asignado para
cubrir América Latina y en 1961 fue premiado por una serie sobre Cuba.
En
1962, Wolfe empezó a trabajar en The Herald Tribune como reportero de
los temas de la ciudad de Nueva York, donde encontró su voz como
cronista social. Fascinado por las guerras del statu quo y las
cambiantes bases del poder de la ciudad, puso toda su energía y su
curiosidad insaciable en sus notas, que pronto lo convirtieron en una de
las estrellas del equipo. Al año siguiente comenzó a escribir para New
York, el suplemento dominical del periódico que fue renovado y editado
por Clay Felker.
“Juntos
atacaron lo que cada uno consideraba la historia más grande e inédita
de la época: las vanidades, extravagancias, pretensiones y artificios de
Estados Unidos dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial, la
sociedad más rica que el mundo haya conocido”, escribió Richard Kluger
en The Paper: The Life and Death of the New York Herald Tribune (1986).
Esos
fueron días gloriosos para los periodistas. Wolfe se convirtió en uno
de los exponentes del Nuevo Periodismo, junto con Jimmy Breslin, Gay
Talese, Hunter Thompson, Joan Didion y otros. La mayoría fueron
representados en El nuevo periodismo (1973), una antología que editó con E. W. Johnson.
En una declaración para el libro World Authors,
Wolfe escribió que para él esa corriente “significaba escribir no
ficción, desde artículos periodísticos hasta libros, con base en el
reporteo para reunir el material, pero también utilizando técnicas
normalmente asociadas con la ficción, como la construcción escena por
escena, para narrar”.
Y
añadió: “En la no ficción podía combinar dos amores: la información y
los conceptos sociológicos que los estudios estadounidenses me habían
presentado, especialmente la teoría del estatus desarrollada por primera
vez por el sociólogo alemán Max Weber”.
Al
final fue su oído, agudo y afinado, lo que le permitió escribir con
tono perfecto. Y, por supuesto, su gran talento para la escritura.
“Hay
esto sobre Tom”, le dijo Byron Dobell, editor de Wolfe en la revista
Esquire, al periódico The Independent en 1998. “Tiene ese don único del
lenguaje que lo distingue como Tom Wolfe. Está lleno de hipérboles; es
brillante; es divertido, y tiene un oído maravilloso para expresar cómo
se ven y se sienten las personas. Tiene ese don de fluidez que se
derrama en su escritura de la misma forma que pasaba con Balzac”.