TRADICIONES PERUANAS DE RICARDO PALMA
"A fines de mayo de 1824 recibió el gobernador de la por entonces villa de San Ildefonso de Caraz, don Pablo Guzmán, un oficio del jefe de Estado Mayor del ejército independiente, fechado en Huaylas, en el que se le prevenía que, debiendo llegar dos días más tarde a la que desde 1868 fue elevada a la categoría de ciudad una de las divisiones, aprestase sin pérdida de tiempo cuarteles, reses para rancho de la tropa y forraje para la caballada. Ítem se le ordenaba que para su excelencia el Libertador alistase cómodo y decente alojamiento, con buena mesa, buena cama y etc., etc., etc.
Que Bolívar tuvo gustos sibaríticos es tema que ya no se
discute, y dice muy bien Menéndez y Pelayo cuando dice que la Historia saca
partido de todo, y que no es raro encontrar en lo pequeño la revelación de lo
grande. Muchas veces, sin parar mientes en ello, oí a los militares de la ya
extinguida generación que nos dio Patria e Independencia decir, cuando se proponían
exagerar el gasto que una persona hiciera en el consumo de determinado artículo
de no imperiosa necesidad: «Hombre, usted gasta en cigarrillos (por ejemplo)
más que el Libertador en agua de Colonia».
Que don Simón Bolívar cuidase mucho del aseo de su personita
y que consumiera diariamente hasta un frasco de agua de Colonia, a fe que a
nadie debe maravillar. Hacía bien, y le alabo la pulcritud. Pero es el caso que
en los cuatro años de su permanencia en el Perú, tuvo el Tesoro nacional que
pagar ocho mil pesos, ¡¡¡8.000!!! , invertidos en agua de Colonia para uso y
consumo de su excelencia el Libertador, gasto que corre parejas con la partida
aquella del Gran Capitán: «En hachas, picas y azadones, tres millones».
Yo no invento. A no haber desaparecido en 1884, por
consecuencia de voraz (y acaso malicioso) incendio, el archivo del Tribunal
Mayor de Cuentas, podría exhibir copia certificada del reparo que a esa partida
puso el vocal a quien se encomendó, en 1829, el examen de cuentas de la
comisaría del Libertador.
Lógico era, pues, que para el sibarita don Simón aprestasen
en Caraz buena casa, buena mesa y etc., etc., etc.
Como las pulgas se hicieron, de preferencia, para los perros
flacos, estas tres etcéteras dieron mucho en qué cavilar al bueno del
gobernador, que era hombre de los que tienen el talento encerrado en
jeringuilla y más tupido que caldos de habas.
Resultado de sus cavilaciones fue el convocar, para pedirles
consejo, a don Domingo Guerrero, don Felipe Gastelumendi, don Justino de Milla
y don Jacobo Campos, que eran, como si dijéramos, los caciques u hombres
prominentes del vecindario.
Uno de los consultados, mozo que se preciaba de no sufrir
mal de piedra en el cerebro, dijo:
— ¿Sabe usted, señor don Pablo, lo que en castellano quiere
decir etcétera?
— Me gusta la pregunta. En priesa me ven y doncellez me
demandan, como dijo una pazpuerca. No he olvidado todavía mi latín, y sé bien
que etcétera significa y lo demás, señor don Jacobo.
— Pues entonces, lechuga, ¿por qué te arrugas? ¡Si la cosa
está más clara que el agua de puquio! ¿No se ha fijado usted en que esas tres
etcéteras están puestas a continuación del encargo de buena cama?
— ¡Vaya si me he fijado! Pero con ello nada saco en limpio.
Ese señor jefe de Estado Mayor debió escribir como Cristo nos enseña: pan, pan,
y vino, vino, y no fatigarme en que le adivine el pensamiento.
— Pero, hombre de Dios, ¡ni que fuera usted de los que no
compran cebolla por no cargar rabo! ¿Concibe usted buena cama sin una etcétera
siquiera? ¿No cae usted todavía en la cuenta de lo que el Libertador, que es
muy devoto de Venus, necesita para su gasto diario?
— No diga usted más, compañero —interrumpió don Felipe
Gastelumendi—. A moza por etcétera, si mi cuenta no marra.
— Pues a buscar tres ninfas, señor gobernador —dijo don
Justino de Milla—, en obedecimiento al superior mandato, y no se empeñe usted
en escogerlas entre las muchachas de zapato de ponleví y basquiña de chamelote,
que su excelencia, según mis noticias, ha de darse por bien servido siempre que
las chicas sean como para la cena de Nochebuena.
Según don Justino, en materia de paladar erótico era Bolívar
como aquel bebedor de cerveza a quien preguntó el criado de la fonda: « ¿Qué
cerveza prefiere usted que le sirva: blanca o negra? » «Sírvemela mulata».
— ¿Y usted qué opina? —preguntó el gobernador, dirigiéndose
a don Domingo Guerrero.
—Hombre —contestó don Domingo—, para mí la cosa no tiene
vuelta de hoja, y ya está usted perdiendo el tiempo que ha debido emplear en
proveerse de etcéteras.
II
Si don Simón Bolívar no hubiera tenido en asunto de faldas aficiones de sultán oriental, de fijo que no. figuraría en la Historia como libertador de cinco repúblicas. Las mujeres le salvaron siempre la vida, pues mi amigo García Tosta, que está muy al dedillo informado en la vida privada del héroe, refiere dos trances que en 1824 eran ya conocidos en el Perú.
Apuntemos el primero. Hallándose Bolívar en Jamaica en 1810, el feroz Morillo o su teniente Morales enviaron a Kingston un asesino, el cual clavó por dos veces un puñal en el pecho del comandante Amestoy, que se había acostado sobre la hamaca en que acostumbraba dormir el general. Este, por causa de una lluvia torrencial, había pasado la noche en brazos de Luisa Crober, preciosa joven dominicana, a la que bien podía cantársele lo de:
Morena del alma mía;
morena, por tu querer
pasaría yo la mar
en barquito de papel.
Hablemos del segundo lance. Casi dos años después, el
español Renovales penetró a media noche en el campamento patriota, se introdujo
en la tienda de campaña, en la que había dos hamacas, y mató al coronel
Garrido, que ocupaba una de éstas. La de don Simón estaba vacía porque el
propietario andaba de aventura amorosa en una quinta de la vecindad.
Aunque parezca fuera de oportunidad, vale la pena recordar
que en la noche del 25 de setiembre, en Bogotá, fue también una mujer quien
salvó la existencia del Libertador, que resistía a huir de los conjurados,
diciéndole: «De la mujer, el consejo», presentándose ella ante los asesinos, a
los que supo detener mientras su amante escapaba por una ventana.
III
La fama de mujeriego que había precedido a Bolívar
contribuyó en mucho a que el gobernador encontrara lógica y acertada la
descifración que de las tres etcéteras hicieron sus amigos, y después de pasar
mentalmente revista a todas las muchachas bonitas de la villa, se decidió por
tres de las que le parecieron de más sobresaliente belleza. A cada una de ellas
podía, sin escrúpulo, cantársele esta copla:
De las flores, la violeta;
de los emblemas, la cruz;
de las naciones, mi tierra,
y de las mujeres, tú.
Dos horas antes de que Bolívar llegara, se dirigió el
capitán de cívicos don Martín Gameto, por mandato de la autoridad, a casa de
las escogidas, y sin muchos preámbulos las declaró presas, y en calidad de
tales las condujo al domicilio preparado para alojamiento del Libertador. En
vano protestaron las madres, alegando que sus hijas no eran godas, sino
patriotas hasta la pared del frente. Ya se sabe que el derecho de protesta es
derecho femenino, y que las protestas se reservan para ser atendidas el día del
juicio, a la hora de encender faroles.
— ¿Por qué se lleva usted a mi hija? —gritaba una madre.
— ¿Qué quiere usted que haga? —contestaba el pobrete capitán
de cívicos—. Me la llevo de orden suprema.
—Pues no cumpla usted tal orden —argumentaba otra vieja.
— ¿Que no cumpla? ¿Está usted loca, comadre? Parece que
usted quisiera que la complazca por sus ojos bellidos, para que luego el
Libertador me fría por la desobediencia. No, hija, no entro en componendas.
Entre tanto, el gobernador Guzmán, con los notables, salió a
recibir a su excelencia a media legua de camino. Bolívar le preguntó si estaba
listo el rancho para la tropa, si los cuarteles ofrecían comodidad, si el
forraje era abundante, si era decente la posada en que iba a alojarse; en fin,
lo abrumó a preguntas. Pero, y esto chocaba a don Pablo, ni una palabra que
revelase curiosidad entre las cualidades y méritos de las etcéteras cautivas.
Felizmente para las atribuladas familias, el Libertador
entró en San Ildefonso de Caraz a las dos de la tarde, impúsose de lo ocurrido,
y ordenó que se abriese la jaula a las palomas, sin siquiera ejercer la
prerrogativa de una vista de ojos. Verdad que Bolívar estaba por entonces libre
de tentaciones, pues traía desde Huaylas (supongo que en el equipaje) a Manolita
Madroño, que era una chica de dieciocho años, de lo más guapo que Dios creara
en el género femenino del departamento de Ancach.
En seguida le echó don Simón al gobernadorcillo una repasada
de aquellas que él sabía echar y lo destituyó del cargo."
Ricardo Palma (Lima, 7 de febrero de 1833 - Miraflores, Lima, 6 de octubre de 1919) fue un escritor romántico, costumbrista, tradicionalista, periodista y político peruano, famoso principalmente por sus relatos cortos de ficción histórica reunidos en el libro Tradiciones peruanas. Cultivó prácticamente todos los géneros: poesía, novela, drama, sátira, crítica, crónicas y ensayos de diversa índole. Sus hijos Clemente y Angélica siguieron sus pasos como escritores.