"En
2011, Ben Trumble dejó la selva boliviana y se llevó una mochila que
contenía cientos de viales con saliva. Había pasado seis semanas
siguiendo a los indígenas mientras se movían por la selva, lanzándole
flechas a los jabalíes. Estos hombres eran miembros del pueblo tsimané,
que vive como lo hacían nuestros ancestros hace miles de años: cazando,
buscando comida y cultivando pequeños terrenos.
Trumble
les había pedido a los hombres que escupieran dentro de los viales
varias veces al día para poder mapear sus niveles de testosterona.
Quería descubrir si los cazadores eran recompensados con un pico de
testosterona, y así fue. Como investigador del Proyecto de Salud e
Historia de la Vida de los Tsimané, se había unido a una prolongada
investigación sobre el bienestar y el envejecimiento humano en ausencia
de la industrialización.
Ese
día, cuando se fue de la selva, se topó con una pregunta nueva y más
urgente sobre la salud humana. Al llamar a su madre, recibió una noticia
terrible: su tío, de 64 años, se había enterado de que tenía demencia,
quizá la enfermedad de Alzheimer.
En
solo unos cuantos años, su tío —antes un vigoroso abogado— dejaría de
hablar, ya no comería y moriría. “No podía ayudar a mi tío”, dijo
Trumble, pero quería entender la enfermedad que lo mataría. Entonces se
preguntó: ¿a los tsimané les da la enfermedad de Alzheimer al igual que a
nosotros? Si no es así, ¿qué podemos aprender de ellos sobre el
tratamiento o la prevención de la demencia?
“En
realidad aún no hay una cura para la enfermedad de Alzheimer”, me dijo
Trumble. “No contamos con nada que pueda revertir el daño ya hecho”. Se
preguntaba por qué miles de millones de dólares y décadas de
investigación han tenido tan pocos resultados. Tal vez se estaban
ignorando algunas pistas importantes.
Trumble
se formó como antropólogo, y su campo —la medicina evolutiva— le ha
enseñado a percibir nuestro entorno como un parpadeo en la línea del
tiempo de la historia humana. Considera que es un problema que la
investigación médica se enfoque casi exclusivamente en la “gente que
vive en ciudades como Nueva York o Los Ángeles”. Los científicos a veces
se refieren a estos lugares con una sigla que en inglés también quiere
decir “raro”: Weird, el acrónimo de las palabras occidental, educado, industrializado, rico y democrático en esa lengua.
Además, señalan que nuestros cuerpos siguen estando diseñados para el ambiente no Weird
en el que nuestra especie evolucionó. Sin embargo, prácticamente
desconocemos cómo afectó la demencia a los humanos durante los 50.000
años anteriores a ciertos avances como los antibióticos y las granjas
mecanizadas. Trumble cree que estudiar a los tsimané podría arrojar luz
sobre esta plaga moderna.
Los tsimané tienen tasas de mortalidad infantil muy altas, pero quienes llegan a la edad adulta viven tanto como la mayoría de las demás personas por lo que es posible medir su salud hasta los 90 años o más. Los investigadores del proyecto sobre los tsimané han pasado más de 15 años haciéndole seguimiento a sus voluntarios y proveyéndoles con tratamientos médicos. Han descubierto que los tsimané difieren del resto de nosotros en varios aspectos. Por ejemplo, tienen las arterias más limpias que cualquier población jamás estudiada, lo que significa que pueden ser ampliamente inmunes a las cardiopatías.
Trumble
no fue el primer miembro del proyecto sobre los tsimané en cuestionarse
acerca de la demencia en esta población. En 2001, uno de los fundadores
del grupo, Michael Gurven, comenzó a estudiar la condición mental
pidiéndole a los ancianos que resolvieran crucigramas. Estos y otros
datos sobre el desempeño cognitivo se fueron juntando hasta 2015, año en
que murió el tío de Trumble. Fue entonces que junto a Gurven y otros
investigadores decidieron profundizar en ello.
Trumble estaba particularmente interesado en el gen ApoE4, a menudo llamado el gen de la enfermedad de Alzheimer.
Los estadounidenses con dos copias del gen tienen una probabilidad diez
veces mayor que los demás de presentar la forma de inicio tardío de la
enfermedad. Trumble descubrió algo sorprendente cuando analizó los datos
de los tsimané: muchos con una copia del gen parecían tener un mejor
desempeño en las pruebas cognitivas.
Le
dio vueltas a esta paradoja cuando regresó a su laboratorio de la
Universidad Estatal de Arizona. Acababa de volver de otro viaje a los
asentamientos de los tsimané y se había traído un pedacito de Bolivia
con él: tenía una infección intestinal causada por la bacteria Campylobacter y dos especies nefastas de E. coli.
“Haber
contraído infecciones parasitarias me dio perspectiva”, dijo. Por lo
menos el 70 por ciento de los tsimané tienen parásitos: lombrices en los
intestinos e invasores que hacen surcos en su piel. Es muy probable que
lo mismo haya pasado con nuestros ancestros. Comenzó a preguntarse si
estas infecciones podrían alterar la forma en que los genes afectan
nuestro cuerpo.
Tal
vez el gen ApoE4 proporcionaba una ventaja para la supervivencia en los
ambientes ancestrales. Hoy en día, solo un cuarto de nosotros tenemos
una única copia del gen ApoE4, y solo cerca de dos por cada cien
individuos tienen dos copias. No obstante, los análisis del ADN de
huesos antiguos han mostrado que, hace miles de años, el genotipo ApoE4
era omnipresente en los humanos.
Este
gen, que ayuda a producir colesterol, pudo haber sido un paso crucial
para el desarrollo de nuestros cerebros actuales, grandes y hambrientos
de energía, y pudo haber desempeñado un papel clave para defenderlos de
invasores patógenos.
Después,
Trumble estudió los datos referentes a la salud cognitiva de todos los
voluntarios tsimané que habían obtenido resultados positivos en las
pruebas para detectar la presencia de parásitos. Como era de esperarse,
encontró que era más probable que los tsimané con infecciones
mantuvieran una buena condición mental si poseían una o dos copias del
gen ApoE4; para ellos, el “gen de la enfermedad de Alzheimer” constituía
una ventaja.
En
contraste, en la minoría que conseguía eludir las infecciones
parasitarias, sucedía lo contrario, y el gen ApoE4 estaba vinculado con
el declive cognitivo, como sucede con las personas de países
industrializados.
“Los
humanos evolucionaron conjuntamente con una buena cantidad de parásitos
distintos, pero hoy en día, con nuestra vida citadina y sedentaria,
hemos eliminado a los parásitos de la ecuación”, dijo Trumble. Esto
podría ser lo que provocó que el gen pasara de ser una ventaja a
convertirse en una carga.
Como
suele suceder, estos hallazgos coinciden con algunas nuevas
investigaciones de laboratorios universitarios. En artículos publicados
en 2016 y 2017, los científicos consideraron la demencia de manera
novedosa: no solo como una enfermedad derivada de la decadencia gradual
de nuestras células, sino como un trastorno en que el cerebro se vuelve
contra sí mismo.
Changiz
Beula, profesor de Neurociencia en la Northwestern University, ha
estudiado el tejido cerebral de personas que murieron a los 90 años o a
una edad más avanzada. Descubrió que algunas personas que mueren con
agudeza mental tienen el cerebro lleno de la porquería asociada con la
patología del Alzheimer: placas amiloides y oscuras marañas. Esto
significa que es posible tener un “cerebro apto para la enfermedad de
Alzheimer”, pero no presentar demencia. Geula cree que, en casos así,
algún agente en el cerebro —llamémosle el opuesto al del alzhéimer—
protege las neuronas contra el daño. Todavía se desconoce cuál o qué es.
Unos
candidatos podrían ser los astrocitos, que son células que apoyan a las
neuronas y las sinapsis, manteniéndolas sanas incluso en presencia de
placas y marañas. En un artículo publicado este año en Nature,
investigadores de Stanford describieron la forma en que estas células,
normalmente tranquilas, pueden cambiar a un “modo asesino” al
modificarse y expulsar toxinas y destruir a las mismas células que
alguna vez nutrieron.
De
acuerdo con Shane Liddelow, uno de los autores del artículo, esta
personalidad tipo Dr. Jekyll y Mr. Hyde de los astrocitos muy
probablemente se desarrolló hace miles de años para ahuyentar a las
infecciones que invadían el cerebro de nuestros ancestros. A la primera
señal de problemas, los astrocitos atacan, destruyendo todo lo que se
cruza en su camino, incluyendo en ocasiones tejido cerebral sano. Las
neuronas pueden convertirse en “transeúntes inocentes en este esfuerzo
asesino protector”, explicó Liddelow.
Puesto
que hoy en día la mayoría de nosotros vivimos en ambientes más
estériles, este ejército en nuestro cerebro ya no está ocupado
combatiendo patógenos, así que en su lugar responde —a menudo con
demasiada fuerza— contra las placas amiloides y las marañas que son
parte del envejecimiento normal.
“Hace
diez años, muy pocos científicos investigaban si el sistema inmunitario
estaba relacionado con la enfermedad de Alzheimer, pero esta pregunta
acaba de surgir con gran fuerza”, dijo Liddelow. “Creo que la respuesta
vendrá de analizar células inmunitarias de humanos de todo el mundo, que
vivan en distintos ambientes”.
Liddelow
dijo que la hipótesis derivada de las investigaciones realizadas con
los tsimané, que supone que el gen ApoE4 evolucionó para proteger
nuestros cerebros de los efectos de las infecciones parasitarias, tiene
mucho sentido. Ahora está preparando su propio laboratorio para
comprobar esta teoría. Cree que este nuevo enfoque conducirá a “una
rápida producción de tratamientos efectivos”.
Trumble
tiene la esperanza de que en algún momento su trabajo también genere
tratamientos. Actualmente, los científicos que estudian el cáncer están
diseñando virus que ayuden al cuerpo a atacar los tumores. ¿Por qué no
se habrían de diseñar parásitos?
“Por
ningún motivo quiero que la gente que lea esto salga a tratar de
infectarse”, dijo el Dr. Trumble. “Los parásitos pueden ser muy
desagradables o peligrosos por sí solos”.
Sin
embargo, dijo: “Ciertamente espero que, antes de que yo cumpla 80 años,
ya hayamos podido descubrir el mecanismo” detrás de una terapia
patogénica.
Quizá
esto signifique un medicamento para las personas que porten el gen
ApoE4, que imite los efectos de un parásito sin provocar los daños de
una infección: una especie de bozal para el sistema inmunitario del
cerebro, que impida que células como los astrocitos ataquen a las
neuronas sanas.
Trumble
y el resto del equipo de investigadores deben recabar más datos antes
de poder contestar las preguntas más básicas: ¿cuál es la tasa de
demencia en la población tsimané? ¿Algunos parásitos son más benéficos
para el cerebro y otros más dañinos? ¿Qué humanos tienen más
probabilidades de obtener beneficios cognitivos de una infección?
Si
los tsimané en realidad poseen la clave para una cura, Trumble y sus
colaboradores no tienen tiempo que perder. Los celulares, los alimentos
enlatados y otros utensilios de la vida moderna se están colando a las
comunidades tsimané.
“Esta
puede ser nuestra última oportunidad de entender si las enfermedades
crónicas del envejecimiento, como la enfermedad cardiovascular y el
alzhéimer, siempre han atacado a los seres humanos o si están
relacionadas con la industrialización”, dijo Trumble. Trumble teme que los tsimané ya se están volviendo Weird, como nosotros."
CADENA DE CITAS