domingo, 24 de abril de 2016

P. Carlos Cardó SJ: Homilía del domingo 24 de abril


QUINTO DOMINGO DE PASCUA
Jn 13,31-33a.34-35

Después que Judas salió, Jesús dijo: "Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él.

Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto.

Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes. Ustedes me buscarán, pero yo les digo ahora lo mismo que dije a los judíos: 'A donde yo voy, ustedes no pueden venir'.

Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros.
 
En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros".

El domingo pasado vimos que lo más característico de Jesús fue su amor a los demás, un amor incondicional, solidario, perdonador, que brotaba de su íntima unión con Dios, su Padre. Por eso Jesús sorprende, atrae, y lo aman y veneran cristianos, no cristianos y muchos no creyentes: porque el amor no fue en él una cuestión coyuntural, sino que fue su permanente y única manera de ser.

Hoy la liturgia nos ofrece un fragmento del discurso de despedida que Jesús dirigió a sus discípulos en la Última Cena antes de padecer. Hay en ella un clima profundamente humano, Jesús se ha reunido por última vez con sus más íntimos y en esa intimidad quiere que entiendan que su pasión y su muerte, van a ser la expresión máxima de su amor (Jn 13,1) y del amor de su Padre por nosotros. Jesús no solamente da testimonio del amor con que el Padre ama, sino que en su persona, en su vida y en su muerte, realiza el amor salvador de Dios, gracias al cual obtenemos lo que no podemos darnos: la vida plena, inmortal, que es comunión con Dios y participación en la vida misma de Dios.

Jesús, es el don del Padre a la humanidad, procede de lo alto, es Dios encarnado. Por él nuestra naturaleza humana es elevada hasta alcanzar la naturaleza divina, la misma dignidad de Dios. Ya no hay un abismo infranqueable entre los seres humanos y Dios. Por medio de la humanidad de su Hijo, Dios ha querido incorporar nuestra humanidad en su propio ser, ha realizado su deseo de tenernos con él y en él para siempre. Por Cristo, verdadero Dios y hombre como nosotros, el ser humano entra en una situación renovada, la de una humanidad nueva de hijos e hijas de Dios, destinados como Jesús a pasar de este mundo a Dios y ser para siempre semejantes a él. Y así se manifiesta la gloria del Padre, que es vida nuestra, y la gloria del Hijo lleno de gracia y de verdad, de “amor y lealtad” para con nosotros.

Y en este contexto de la manifestación de la gloria de Dios y de su Hijo, Jesús nos dice: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense como yo los he amado”. Su lógica es sorprendente: “si yo los he amado, ámense ustedes”. No concluye: ámenme a mí como yo los amo a ustedes, o amen a Dios. No. Hace la misma afirmación (repetida hasta tres veces en el discurso de la Cena) que su discípulo Juan señalará en su carta: “Si Dios nos amó así, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jn 4,11).

Los diez mandamientos ya los había resumido Jesús en dos: Amarás al Señor sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Ahora los sintetiza en uno solo: ámense como yo los he amado. Pero no es una ley, es un don: porque él nos ha amado primero, nosotros podemos amarnos los unos a los otros. Este don de su amor es lo que nos hace vivir la vida más auténtica y verdadera, la vida de hijos e hijas de un mismo Padre, y vida de hermanos y hermanas. Por consiguiente, la respuesta al mandamiento del amor sólo es posible si se tiene la experiencia de que Dios nos ha dado antes este amor. Así es en realidad: para amar hay que saberse amado. “Y nosotros hemos conocido y creído (confiado en) el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16). Conocer agradecidos el amor que Dios nos tiene, cimentar en él nuestra confianza y el aprecio que debemos tener de nosotros mismos, eso es lo que nos hace capaces de amar a los demás y ver el rostro de Dios en el rostro del prójimo cualquiera que sea, porque todo prójimo es un hijo de nuestro Padre del cielo.

Edith Stein, la filósofa judía, mártir cristiana de Auschwitz, lo dijo certeramente en uno de sus escritos: “Si Dios está en nosotros y si Él es el Amor, no podemos hacer otra cosa que amar a nuestros hermanos. Nuestro amor a nuestros hermanos es también la medida de nuestro amor a Dios. Pero éste es diferente del amor humano natural. El amor natural nos vincula a tal o cual persona que nos es próxima por los lazos de sangre, por una semejanza de carácter o incluso por unos intereses comunes. Los demás son para nosotros “extraños”, “no nos conciernen”… Para el cristiano no hay “hombre extraño” alguno, y es ese hombre que está delante de nosotros quien tiene necesidad de nosotros, quien es precisamente nuestro prójimo; y da lo mismo que sea o no pariente nuestro, que lo “amemos” de manera natural o no, que sea “moralmente digno” o no de nuestra ayuda”. (Edith Stein, filósofa crucificada, Sal Terrae, Santander 2000).

Ámense como yo los he amado. Es la síntesis perfecta de lo que Jesús nos ha querido enseñar. Por estas palabras sabemos que no se puede llegar a Dios si no se ama a los hijos e hijas de Dios. Jesús no nos ha enseñado únicamente una doctrina sino, ante todo, un comportamiento, el suyo propio, caracterizado por el amor que llega hasta dar la vida.

Por esto dice Jesús que el distintivo de los cristianos es el amor al prójimo. En esto conocerán que son mis discípulos: si se aman como yo los he amado. Mi fe no puede acreditarse como creíble ni mantenerse largo tiempo sin unas señales concretas de mi amor y solidaridad. Amar al prójimo es amar al Señor. Quien quiera amar a Dios, que ame a su prójimo.

Carlos Cardó, SJ