Hace unos días unos científicos canarios que habían salido al mar
divisaron desde la lancha algo que les llamó la atención. Era una mancha
negra que flotaba en el agua y que consiguieron atrapar cuando se
acercaron. Era un ser vivo, un animal. Era un pez abisal con aire
amenazador. Cuerpo de globo de color negro, abundantes y larguísimos
dientes irregulares y una especie de antena o lamparita entre los
minúsculos ojos sin párpados: un monstruo clásico. Las fotos salieron en
los periódicos, y si uno se fijaba un poco se daba cuenta enseguida de
que el aire de amenaza también tenía algo de otro tiempo y eterno a la
vez.
Claro que es muy fácil decirlo cuando a la extraña criatura,
que se llama por cierto y ni más ni menos que diablo negro de Johnson o
rape abisal, te la has encontrado en tu terreno. Estoy mirando sus
fotos de vez en cuando y, según el ángulo, las aletas laterales podrían
pasar por orejas; así que el pez entero parece a su vez la cabeza de un
hombre terrorífico que hubiese caído rodando desprendida al primer
empujón dado al abrigo. Pero sí, el pez no daba miedo porque estaba en
la superficie del agua, a plena luz del día, y no en su tenebrosa casa a
tres mil metros de profundidad. Y otra de las razones por las que no
daba miedo, y que además de sorpresa despertaba compasión, era su
tamaño. Medía siete centímetros. Cabía en la palma de la mano. No daba
miedo porque no te podía, sorprendía porque los monstruos marinos se
esperan gigantescos y despertaba compasión porque la monstruosidad se
mezclaba con la vulnerabilidad. ¿Qué puede hacer esa pobre criaturilla
ahí abajo, en un sitio tan inhóspito? El pez maravilloso era hembra y no
tardó en morirse.
Y por supuesto, lo que sorprendía era la
irrupción de algo que se suponía que no debía estar ahí. Sin embargo,
ahí mismo, en la vertical de la lancha, pero a dos mil metros, debe de
haber miles de peces abisales. Ahí están ahora y ahí estaban mientras
nosotros estábamos naciendo, leyendo con los pies encima del brazo del
sofá, lijando un madero de pino, aparcando en prohibido, olvidando las
llaves dentro de casa.
Las
fotos del pez atrapado por los científicos coincidieron en la prensa
con otras fotos bastante estrambóticas y diría que, por esa coincidencia
en el tiempo, se asociaron. Los monstruos emergen, el apocalipsis está
aquí, etcétera. Las otras fotos eran de Elon Musk y su hijo y Donald
Trump, los tres en el Despacho Oval, y tanto por la puesta en escena
disparatada como por los ángulos y fotos que eligieron los editores de
las agencias de prensa y los periódicos transmitían una imagen
descalabrada, de algo fuera de lugar, de irrupción o usurpación o
momento bizantino en que la antigua armonía se ve desequilibrada por lo
inesperado y estridente.
Aunque esto suponga desviarme un poco del tema de lo estrafalario,
quiero detenerme en que, aunque lo que estaba pasando en la habitación
era muy subyugante, lo que se atisbaba por la ventana contribuía mucho
al extraño ambiente de las fotos. Las ventanas que están detrás del
escritorio del presidente son amplias y llegan hasta el suelo, y las
cortinas estaban sin echar, y al otro lado de los cristales se veía el
jardín: los árboles sin hojas de principios de febrero y la luz ya
menguante de la tarde en las riberas del Potomac. Los ciclos de la
naturaleza se manifestaban tanto en la decadencia cotidiana de la luz
como en los árboles que en unas semanas empezarán a echar brotes, y
contrastaban con el aire artificioso y artificial y como de museo de
cera de lo que estaba pasando dentro. Lo raro irrumpe mientras lo
natural no se detiene.
Diría que es por la coincidencia temporal
de las fotos de Trump y Elon Musk estrafalarias por lo que en la
aparición del pez se tendió a leer un signo de plagas de Egipto
apocalíptico. La coincidencia insinuaba un sentido. Pero no hay que
tomarse el pez como metáfora de nada, no puede ser tan mecánica la cosa.
Una
de esas noches estaba leyendo un libro de Boris Cyrulnik que habla
sobre la influencia del ambiente en la conformación del cerebro humano, y
mencionó el pelo de elefante. Me sonó haber tenido o tocado de pequeña
una pulsera de pelo de elefante, y busqué en internet y encontré una web
donde vendían pulseras de pelo de mamut, “un legado de la prehistoria
que se puede llevar con elegancia”, algo que sin duda es también
bastante estrambótico. Los precios eran por su parte estratosféricos:
cuestan unos veinte mil euros. Los pelos de mamut los sacan de mamuts
congelados. En fin, me parece una cosa rarísima y me sorprende que se
anuncie con tanta naturalidad. Esos días leí también un artículo
de Eduardo Turrent Mena en esta revista que empezaba diciendo: “El
mamut, el tigre de Tasmania y el dodo están camino de regresar de la
extinción en 2028”, para seguir contando un plan que hay en marcha,
entre un genetista y el dueño de una empresa de inteligencia artificial,
para generar esos y otros animales ya extinguidos.
Y
hubo otra noticia del mismo tenor, sobre un hombre que mientras estaba
remando en una piragua se había visto engullido por una ballena que lo
había escupido a los dos segundos. No, no hay que tomarse cualquier de
estas noticias o imágenes como metáforas de las demás. No es exactamente
eso, sino que se parecía más bien a antiguos casos de avistamientos
misteriosos, y me acordé de los que cuenta Patrick Harpur en Realidad daimónica.
El libro se dedica a acontecimientos paranormales o inexplicables, y
aunque los peces abisales no son inexplicables, ni lo son los
presidentes de los Estados Unidos ni las ballenas, sí que encontré algo
curioso en la coincidencia y la recurrencia de estas apariciones.
Escribe Harpur: “Todos hemos visto luces en el cielo que podrían haber
sido ovnis pero que, tras una mirada más atenta, resultaban ser aviones o
algo parecido. Pero ni siquiera los errores de identificación tan
sencillos son completamente neutrales o carentes de significado […] por
un instante apuntan hacia lo desconocido que yace en nuestras
profundidades tanto como en las alturas del cielo”.
Cada época
tiene una iconografía que parece presentarse sola, y que nos da una idea
del tono que tiene la época, más que darnos un mensaje material o una
orden o una definición de su propia naturaleza. En el victorianismo
fueron las hadas; en la Guerra Fría los extraterrestres. Animales
rarísimos afloran desde profundidades espaciales o temporales, y ahí
debe de estar el tono de esta nueva época nuestra. En todo caso, y como
en cualquier ocasión, lo recomendable parece estar atentos.
Fuente: https://letraslibres.com
Por: Bárbara Mingo Costales es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).
CADENA DE CITAS