Entre 1814 y 1914 reinó la paz en Europa. No fue una paz completa ya que
hubo algunos conflictos, pero fueron muy localizados y no alteraron el
equilibrio de las grandes potencias que se había establecido en el
Congreso de Viena, una gran cumbre internacional que puso fin a las
guerras napoleónicas. El sistema se mantuvo al principio mediante
congresos periódicos en los que se dirimían de forma pacífica las
diferencias tratando de mantener siempre el equilibrio. Luego los
congresos se abandonaron, pero no el espíritu que los impulsaba. No
querían, en definitiva, que Europa volviese al desorden revolucionario y
napoleónico, pero tampoco a los siglos en los que las grandes dinastías
como los Borbón o los Habsburgo se habían repartido Europa a su antojo.
Mantener un sistema semejante en una Europa en plena ebullición
política, económica y social fue todo un logro de las relaciones
internacionales. En el siglo XIX Europa se terminó de adueñar del mundo
mediante una expansión acelerada por los cinco continentes que había
dado comienzo tres siglos antes con las primeras exploraciones de
portugueses y castellanos. Junto a eso, la revolución industrial,
surgida en Inglaterra a mediados del siglo XVIII, se extendió por todo
el continente impulsando la economía y la demografía hacia arriba. Fue
también un siglo convulso en el aspecto sociopolítico. Estallaron varias
revoluciones y nacieron dos nuevas potencias, el imperio alemán y el
reino de Italia, que, sin alterar del todo el equilibrio continental, lo
pusieron a prueba en la década de 1870.
El gran concierto europeo nunca fue perfecto, pero funcionó más o menos
bien durante un siglo. Colocó al frente de los destinos de Europa a
cinco potencias: Austria, Francia, Prusia, Rusia y el Reino Unido.
Ninguna de ellas podía sobresalir por encima de las demás y sus áreas de
influencia estaban bien delimitadas. Pero los desafíos que se les
presentaron fueron muchos, especialmente a partir del ecuador del siglo,
cuando los movimientos nacionalistas que proliferaban por Europa
terminaron provocando guerras de unificación que introdujeron nuevos
actores.
Tras la unificación alemana, el canciller Otto von Bismarck trató de
revivir el concierto europeo para que el recién nacido imperio pudiese
consolidarse sin temor a la inestabilidad en el vecindario. Alemania era
la sucesora del reino de Prusia, un país inmenso que crecía
vigorosamente y que reclamaba su lugar bajo el sol entre las grandes
potencias mundiales. El sistema de Viena se adaptó a la nueva realidad
geopolítica y siguió funcionando bien durante otro medio siglo que sería
testigo de la segunda revolución industrial y del predominio absoluto
de Europa en todos los rincones del mundo. Aquella calma permitió que
los Estados europeos creciesen económicamente y se expandiesen sin
chocar entre ellos.
Pero había ya demasiados gallos en el corral. En la segunda década del
siglo XX el concierto saltó por los aires. La Europa sudoriental era un
polvorín. Las potencias se alinearon en dos alianzas militares
enfrentadas entre sí que terminarían por declararse la guerra durante el
verano de 1914 por un asunto en principio baladí, una chispa que
incendió el continente y lo metió de cabeza en la primera guerra
mundial.
Fuente: La ContraHistoria
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