No, las mujeres prehistóricas no eran recolectoras que vivían encerradas en las cuevas mientras los varones cazaban. No, las pinturas rupestres no fueron realizadas por hombres sino que muchas manos femeninas trabajaron en las rocas y cavernas. Tampoco la presencia de armas alrededor de restos óseos hablan necesariamente de un guerrero y no, los primeros humanos no eran violentos entre sí. Desde hace varias décadas la prehistoria está siendo reescrita con pulso firme y alentada por dos movimientos coincidentes: el desarrollo de nuevas técnicas científicas que permiten analizar los restos arqueológicos con una precisión impensada; y el desarrollo de la llamada arqueología de género que disparó una pregunta punzante y desestabilizadora: ¿dónde estaban las mujeres?
De hecho, la reformulación es tan profunda que alcanza a la idea misma de prehistoria. Si tradicionalmente los manuales escolares referían a ese momento que se extiende entre el surgimiento de los primates bípedos, antecesores del sapiens, hasta la aparición de los primeros documentos escritos (un lapso de unos 5 millones de años), desde hace décadas y siguiendo al francés Marc Bloch y su clásica definición de historia como el “acontecer humano en el tiempo”, se repite otra pregunta.
¿Por qué diferenciar un período previo en el que el ser humano ya poblaba el planeta? De hecho, ¿cómo establecer un comienzo y un final de ese período cuando ni la aparición del ancestro del humano en África ni la creación de la escritura sucedieron al mismo tiempo en todas las zonas del planeta?
Por caso, la prehistoria latinoamericana se periodiza de manera distinta que la europea como consecuencia del aislamiento de este continente con respecto a los otros lo que determinó una realidad arqueológica singular.
Paradigmas en discusión
La historiadora francesa y especialista en el comportamiento de los neandertales Marylène Patou-Mathis recopiló los hallazgos recientes más desestabilizadores para el paradigma que analiza a las primeras sociedades desde una mirada sexista en su libro El hombre prehistórico es también una mujer (ver recuadro).
Ahí explica que para dar cuenta del protagonismo masculino en los análisis históricos se argumenta que en los últimos 150 años fue imposible asignarle un género y función social y económica a los restos arqueológicos. Por eso, porque no era posible decir que fueron mujeres, naturalmente se transformaron en varones.
“La prehistoria es una ciencia joven, que nace a mediados del siglo XIX. Es probable que los roles desempeñados por los dos sexos, descritos en los primeros textos de esa nueva disciplina, tengan más que ver con la realidad de la época que con la del tiempo de las cavernas. Es justo el momento en que las teorías médicas se combinan con los textos religiosos. Así pues, a la inferioridad ‘de orden divino’ que aqueja a las mujeres se le añade una inferioridad de ‘naturaleza’”, señala Marylène Patou-Mathis.
Esa ideología condicionó la lectura e interpretación de los hallazgos. Un caso paradigmático es el de los restos encontrados en 1889 dentro de una tumba en Birka, Suecia: los huesos rodeados con los accesorios de un guerrero vikingo de élite determinaron que se identificara como un cuerpo masculino. Solo en 2017 y gracias a un estudio de ADN se descubrió que se trataba de una mujer.
“En España tenemos nuestro propio ejemplo, la llamada ‘Dama de Baza’, una escultura en piedra, de tamaño poco menor que el natural, representando a una mujer sentada en un trono y ricamente vestida. La escultura fue enterrada en una tumba y su trono contenía los huesos quemados de un cadáver. Como ajuar funerario le acompañaban unos vasos cerámicos y otros materiales, pero sobresalían varias espadas y otras piezas de armamento. Como todavía no existía la técnica de identificar los huesos quemados, se hablaba de la ‘tumba del guerrero de la Dama de Baza’”, cuenta a Ñ desde su escritorio en la Universidad Complutense de Madrid la historiadora Teresa Chapa Brunet (San Sebastián, 1952), arqueóloga y catedrática de Prehistoria, que dirigió numerosas excavaciones en sitios emblemáticos de Albacete, Jaén y Alcolea de Tajo y es Miembro Correspondiente del Instituto Arqueológico Alemán.
Chapa Brunet completa la anécdota: “Cuando por fin se identificaron esos huesos, resultó que eran de una mujer cuya edad podía corresponder a la representada en la estatua. Entonces ¿qué hacían allí esas armas? Las respuestas son variadas, desde la mujer guerrera, a su pertenencia a una familia de guerreros que dejaron allí su armamento en homenaje a una mujer singular. La discusión sigue, pero al menos, este caso ha servido para que, cuando excavemos una tumba de esta época con armas, no demos por hecho que el enterrado allí sea un varón”.
ADN, radares y química
La arqueóloga reconoce el peso de la tecnología en los años recientes: desde el ADN que permite establecerse líneas genéticas que llegan hasta las poblaciones actuales; los estudios químicos de los huesos y dientes que informan lo que comían las gentes del pasado y, con eso, si se habían desplazado de su lugar de nacimiento; el georradar, que ayuda a detectar los restos de las edificaciones antes de excavarlas; o las imágenes aéreas desde aviones o drones, que alcanzan a “ver” vestigios arqueológicos no apreciables desde superficie.
El doctor en Historia Gonzalo Ruiz Zapatero (Soria, 1954) también construyó su carrera en la Complutense y es presidente de la Sociedad Española de Historia de la Arqueología (SEHA). Como se formó en los años 70, vio la transformación tecnológica de su disciplina mientras la ejercía.
“Cuando mi generación terminó la licenciatura a mediados de los años 1970: la arqueología y el mundo eran diferentes… Bastante diferentes. No existía Internet, pero sí buenas bibliotecas, las redes sociales eran la cafetería de la Facultad y los periódicos de papel y el dictador Franco acababa de morir. La participación en excavaciones arqueológicas, desde sitios paleolíticos hasta a ciudades romanas, constituía la manera de tocar directamente el pasado y hacer buenas amistades. Los dibujos se hacían lentamente a mano, se limpiaban los restos hallados y se trasladaban al laboratorio improvisado en la facultad”, rememora para Ñ.
Desde entonces, la arqueología se digitalizó: internet, el acceso a bases de datos y publicaciones electrónicas que facilitan la investigación y el estudio, la búsqueda de yacimientos con drones y el LIDAR, los dibujos de las excavaciones que se realizan por fotogrametría con mucha precisión y calidad, y las fotos cenitales que se toman desde pequeños globos para elevar las cámaras.
“La expansión de las fronteras de la arqueología ha sido espectacular en las últimas décadas. Hoy la arqueología es una empresa multidisciplinar que estudia el pasado humano desde hace más de 3 millones de años hasta hoy a través de la materialidad social”, puntualiza Ruiz Zapatero.
A esas herramientas, se suman los radares de subsuelos que permiten ver lo enterrado; la Arqueometría con la que se identifican áreas de procedencia de materias primas y objetos manufacturados, circuitos de intercambio y procesos de trabajo de cerámicas antiguas. “Y el reto más grande acaso sea –anota el investigador español–, como tratar con el big data arqueológico, miles de arqueólogos y arqueólogas investigando por todo el globo, publicando anualmente miles de informes, artículos científicos y monografías”.
Gonzalo Ruiz Zapatero integra como científico la Real Academia de la Historia y la biblioteca Praehistórica Hispana (Instituto de Historia del CSIC de España) y reconoce el peso de nuevas perspectivas que van desde la “arqueología del paisaje” a la “arqueología demográfica” o la “arqueología simbólica”.
Con todo, la que le parece de mayor impacto es la “arqueología de género”: “Porque más allá de los estudios concretos para buscar a las mujeres en el registro arqueológico, ha conseguido que todos –con mayor o menor conciencia de ello– nos diéramos cuenta de que las sociedades y comunidades del pasado estaban integradas por hombre y mujeres (aunque estas hayan estado invisibilizadas en las narrativas arqueológicas). Y que cualquier estudio social, tecnológico, político o ideológico del pasado está, en primer lugar, mediado por la cuestión de género”.
Hombres ¡y mujeres!
En 2019, a la historiadora española María Ángeles Querol Fernández (Badajoz, 1948) la reconocieron con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes por prestar “importantes servicios en el fomento, desarrollo o difusión del arte y la cultura o en la conservación del patrimonio artístico”, según el dictamen del galardón.
Esta académica fue presidenta de la Asociación Profesional de Arqueólogos/as de España y de la Comisión Andaluza de Arqueología, además de coordinar el Clúster de Patrimonio Cultural en el Campus de Excelencia Internacional Moncloa. Entre sus especialidades se encuentra la Arqueología Feminista.
“La investigación no avanza, al menos en principio, solo porque se produzcan cambios o mejoras en los procedimientos técnicos. Avanza cuando lo que cambia son las preguntas que se hacen y el punto de vista desde el que se hacen las preguntas, es decir, el aparato teórico. Así, la arqueología feminista surgió cuando el desarrollo del feminismo en muchos otros campos impuso las preguntas adecuadas para ello”, explica.
Querol Fernández es lo que se conoce comúnmente como una eminencia en su disciplina y esa condición resignifica esto que está a punto de decirle a Ñ. “En mis trabajos publicados, he comprobado que en el mejor de los casos el porcentaje de mujeres representadas llega al 25%, pero que sus actitudes apenas han cambiado respecto a los museos antiguos: mujeres arrodilladas, en espacios interiores, inclinadas, haciendo cosas tan poco interesantes a los ojos de la juventud actual como cuidar un bebé o cocinar, mientras que los hombres son los protagonistas de las escenas, cazan, transportan alimentos, fabrican instrumentos y atacan a los enemigos mientras que las mujeres huyen despavoridas”.
Para la experta española, el sexismo de los discursos no se soluciona con nuevos instrumentales o procedimientos: “Lo que hay que cambiar son las formas de mirar, las hipótesis y los planteamientos. Y sobre todo comprender que lo verdaderamente importante del pasado es el presente, es decir, la forma en la que, en el presente, construimos, comprendemos y utilizamos los discursos sobre el pasado”, subraya.
Por su parte, el doctor en Historia Jesús R. Álvarez Sanchís (Madrid, 1964), coincide cuando explica a Ñ que “las interpretaciones que elegimos muchas veces tienden a reflejar las obsesiones y los prejuicios contemporáneos. De ahí la enorme importancia de conocer y explorar los marcos teóricos. El pasado, en sentido estricto, no existe. Solo podemos imaginarlo y crear, a partir de nuestra forma de pensar, distintos modelos de representación”.
La historia en construcción
Álvarez Sanchís codirigió excavaciones arqueológicas de yacimientos célticos de España (Las Cogotas y Ulaca) y Francia (Bibracte y Bourges), y se especializó en las universidades británicas de Southampton, Reading y Sheffield. Ahora, vive en Madrid y desde ahí, anota para esta revista una sentencia breve y contundente:
“Los arqueólogos son personas con puntos de vista condicionados por el género, la cultura y el estrato social, y todo eso determina necesariamente la forma de practicar arqueología, es decir, las preguntas que formulamos al pasado y las respuestas que obtenemos de este”.
Así, aunque se transmite a partir de aseveraciones que llegan en letra de molde, se memorizan o plasman en nuevos escritos y se repiten en exámenes durante toda la escolarización obligatoria, la historia está en permanente reformulación. “La historia nunca ha sido una disciplina de certezas a no ser que te encuentres en el siglo XIX o incluso principios del XX, cuando las palabras verdad y razón se escribían con mayúsculas”, retoma la historiadora María Ángeles Querol Fernández.
Su colega Gonzalo Ruiz Zapatero le da la razón: “Incomoda aceptar que la historia está continuamente en construcción, los pasados los reescribimos en cada momento de los distintos presentes. Y es más cómodo aceptar pasados cerrados, inmutables, que evidentemente son ‘falsos’”, agrega.
Por eso, una y otro alientan a la formulación de nuevas preguntas: “De la enseñanza y la divulgación de calidad de la arqueología y la historia depende que exista una ciudadanía con pensamiento propio, que analice el pasado para conocer mejor el presente y así poder actuar informada y críticamente en el futuro. Contra los populismos y un mundo de noticias falsas que pasan por ciertas, es la única solución: ciudadanía bien alfabetizada arqueológica e históricamente”, propone Ruiz Zapatero.
No, los dinosaurios no convivieron con los primeros humanos. Tampoco las cuevas de Altamira o Lascaux inauguraron el arte paleolítico europeo (que empezó hace 35.000 años mientras que las pinturas de Altamira tienen 15.000 años de antigüedad). No la caza no era determinante en la alimentación de los antepasados de nuestros antepasados: la base de la comida fue vegetal. Y tampoco eran aquellos primeros primates bípedos agresivos por naturaleza (lo que obliga a buscar mejores explicaciones para las guerras y los machismos).
“A los libros de texto les cuesta mucho cambiar lo establecido –concluye María Ángeles Querol Fernández– porque cualquier cosa nueva les parece discutible. Las asunciones antiguas también debería ser discutibles, pero se han repetido hasta la saciedad y tomaron carácter de naturaleza”.
Por: Débora Campos
Fuente: https://www.clarin.com
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