El 18 de enero de 1871, al término de la guerra francoprusiana, los
príncipes de los Estados alemanes proclamaron en el salón de los espejos
del Palacio de Versalles a Guillermo I de Hohenzollern, rey de Prusia,
como emperador del Imperio alemán. Lo denominaron segundo imperio
porque, al menos desde el punto simbólico, tomaba el relevo del Sacro
Imperio Romano Germánico que había sido disuelto por el emperador
Francisco II durante las guerras napoleónicas tras una azarosa
existencia de más de mil años. Pero el nuevo imperio construido sobre
las espaldas de Prusia no tenía nada que ver con el anterior. La Alemania de finales del siglo XIX era muy diferente a la de la Edad
Media o a la de los siglos XV y XVI. Durante siglos los pequeños
principados, la denominada “kleinstaaterei” habían dominado el corazón
del continente. La mayor parte de los alemanes no se sentían
identificados con el imperio, sino con la región o la ciudad en la que
habían nacido, que por lo general estaba gobernada por un príncipe, un
duque o un obispo. En el siglo XIX las ideas revolucionarias, las
mejoras en el transporte y en las comunicaciones acercaron a estas
regiones y a sus gentes. Los pensadores nacionalistas insistieron en las
afinidades lingüísticas y culturales de los pueblos de habla alemana y
empezaron a pedir que conformasen un Estado-nación hecho a imagen y
semejanza de Francia, España o el Reino Unido, tres países que habían
gozado de monarquías centralizadas desde mucho antes. Desde el punto de vista económico la unificación parecía también una
buena idea. La industrialización, que arraigó con fuerza en el oeste de
Alemania, y el incremento de los intercambios comerciales alentaron la
creación de áreas de libre cambio. La primera afectó exclusivamente a
Prusia y se materializó en 1818. Esta unión aduanera o “zollverein” se
extendió años después a otros Estados alemanes. Pero Prusia no era la
única potencia alemana en la Europa pos napoleónica. Al sur despuntaba
Austria, que contaba con un gran imperio plurinacional en el centro y
este del continente. Este dualismo alemán ofreció dos soluciones al
proyecto de la unificación política: la “Kleindeutsche Lösung” (la
pequeña Alemania sin Austria), o la “Großdeutsche Lösung” (la gran
Alemania con Austria). Triunfó la pequeña Alemania porque a lo largo del siglo Prusia creció
más deprisa y frenó en seco a los austriacos, que se demostraron
incapaces de contener el empuje de sus belicosos vecinos del norte. A
mediados de siglo Prusia ya se había convertido en una respetable
potencia continental que podía mirar de tu a tu a Francia. Pero antes de
plantar cara a los franceses, la pujante Prusia se midió con Dinamarca y
con Austria en dos guerras que animaron al canciller prusiano Otto von
Bismarck a concebir la refundación del imperio alemán, pero no con
capital en Viena, sino en Berlín. La excusa para precipitar los
acontecimientos se presentó en 1870 cuando Napoleón III declaró, de un
modo un tanto insensato, la guerra a Prusia. La derrota francesa fue
rápida y completa. Quedaba así expedito el camino para la proclamación
del imperio.
Hoy en La ContraHistoria vamos a conocer cómo y por qué un conjunto de
300 pequeños Estados se convirtió en el Estado más poderoso de Europa en
apenas tres décadas. Un acontecimiento de capital importancia que
traería funestas consecuencias en el siglo XX.
Fuente: Podcast: La ContraHistoria
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