La sal de la tierra
13 Vosotros
sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será
salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada
por los hombres.
La luz del mundo
14 Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.
15 Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa.
16 Así
alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
Después de proclamar a sus oyentes las
bienaventuranzas, el Señor nos dice que somos la luz del mundo y la sal de la
tierra. Nos dice la inutilidad de la sal que pierde el sabor, y la inutilidad
de la luz que no difunde sus rayos.
Es claro que el cristiano tiene una misión
hacia los demás, y esa misión el Señor la expresa con esta metáfora de la sal y
de la lámpara. Y esa misión tiene como destinatario el mundo que está a nuestro
alrededor.
Por eso es necesario darnos cuenta de la falta
de sabor y de la oscuridad de nuestro mundo, para saber cuál debe ser nuestra
acción, nuestro esfuerzo, para dar al mundo lo que necesita en el momento
actual.
En el momento actual el mundo ha perdido la
referencia a Dios. Dios está ausente del mundo. Es verdad que quedan prácticas
religiosas, que hay hombres de verdad religiosos; pero la cultura de nuestro
mundo es una cultura secular: Dios no es la presencia continua, ni es la
referencia de los asuntos fundamentales. Parece que los países que piensan que
han avanzado más en la modernización, destierran la presencia de todo lo
religioso, porque esto según ellos perjudica a la nación. Un mundo que viviera
como si Dios no existiera, parecería entonces un mundo con menos problemas, y
más armónico.
En los asuntos fundamentales que hoy se
debaten: la familia, la vida, el progreso y el desarrollo; en todos estos
asuntos Dios no tiene voz ni voto. El comportamiento de los hombres y de las
sociedades está regido por el consenso, por la suscripción de tratados mutuos,
por la declaración de los Derechos Humanos. Los Diez Mandamientos en cuanto que
son el programa de Dios sobre el hombre, no son tomados en consideración. La
vida y la muerte, la familia y los nacimientos, la hermandad entre las
naciones, no se rigen por lo sagrado, por esas normas que salen del Corazón de
Dios y que llamamos los Mandamientos.
Y cuando los comportamientos están regidos
simplemente por los razonamientos humanos, se pierden las nociones
fundamentales sobre el mismo hombre. La justicia es una meta por la que se
suspira siempre, pero por la que nadie hace nada en serio; se promete mucho
entre los países desarrollados ayudar a los pobres, pero en realidad se
escatiman los recursos, eso cuando no se disfrazan los negocios
internacionales, como ayuda a la reconstrucción. Cuando se tienen esas miras
simplemente “humanas y razonables” y no se tiene en cuenta el carácter sagrado
del mundo, se dedican muchos más recursos a la guerra y a las armas, que a la
paz y a la ayuda de las emergencias.
Se piensa que una sociedad se ha modernizado,
cuando se ha quitado alma al matrimonio (y simplemente se convierte en un hecho
banal); cuando se intenta llamar matrimonio a cualquier tipo de relación entre
cualquier tipo de personas. Se piensa que una sociedad se ha modernizado cuando
se liberalizan las normas que rigen la vida y la muerte. Porque el hombre se
considera dueño absoluto de la vida, del matrimonio, de la muerte, y no cae en
la cuenta de que es un ser que todo lo ha recibido, y que hay un Dios que ha
establecido un orden que es el que de verdad ayuda al hombre a vivir con
dignidad. Cuando se quita el carácter sagrado del comportamiento humano, ya
todo es posible, el asunto queda reducido entonces a encontrar razones para hacer
lo que uno tiene en mente hacer.
Me parece que es éste un efecto grave de la
secularización: el quitar al comportamiento humano el carácter sagrado que
tiene; y por más que cerremos los ojos, se actúa (se quiera o no) siempre
frente a Dios. Y Dios tiene que ser un interlocutor insustituible en todas las
cosas fundamentales de nuestro mundo y de nuestra cultura.
Volviendo a nuestra enseñanza del evangelio,
en esas cosas tenemos que ser hoy día sal de la tierra y luz del mundo:
testimoniando claramente que un mundo tejido en su cultura y en sus
comportamientos sólo con tratados, convenciones, estadísticas y proclamas
internacionales, es un mundo profundamente equivocado y destinado a perjudicar
al hombre y su dignidad, por más que se piense que eso es el futuro, que eso es
lo moderno. Llamar a eso progreso es un verdadero engaño, es un camino al
fracaso.
Seamos luz del mundo y sal de la tierra: hay
que proclamar la necesidad imperiosa de Dios y de que su voluntad, expresada en
su Palabra, sea la que nos ayude a determinar los comportamientos individuales
y sociales. Seremos sal de la tierra y luz del mundo, si proclamamos y hacemos
patente la presencia de Dios.
Adolfo Franco, SJ