lunes, 26 de junio de 2017

P. Adolfo Franco, SJ: comentario para el domingo 21 de junio


DOMINGO XII del Tiempo Ordinario
Mateo 10, 26-33 

26 »Así que no les tengan miedo; porque no hay nada encubierto que no llegue a revelarse, ni nada escondido que no llegue a conocerse.  
27 Lo que les digo en la oscuridad, díganlo ustedes a plena luz; lo que se les susurra al oído, proclámenlo desde las azoteas.  
28 No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien al que puede destruir alma y cuerpo en el infierno.
29 ¿No se venden dos gorriones por una monedita? Sin embargo, ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo permita el Padre;  
30 y él les tiene contados a ustedes aun los cabellos de la cabeza.  
31 Así que no tengan miedo; ustedes valen más que muchos gorriones.
32 »A cualquiera que me reconozca delante de los demás, yo también lo reconoceré delante de mi Padre que está en el cielo.  
33 Pero a cualquiera que me desconozca delante de los demás, yo también lo desconoceré delante de mi Padre que está en el cielo. 

Un anuncio repetido en el Evangelio, desde los comienzos de la infancia de Cristo, hasta la resurrección es “No tengas miedo”. Anuncio que en este párrafo del evangelio de San Mateo se repite varias veces. Y además Jesús nos da una motivación fundamental para quitarnos el miedo: “No tengas miedo, porque Dios tu Padre te cuida”.

Tenemos miedo de acontecimientos, de personas, de nosotros mismos. ¿De qué nos vienen los miedos? ¿Por qué nos vienen los miedos?

Sentimos nuestra pequeñez, nuestras limitaciones. Uno de los temores más frecuentes es el temor de la enfermedad. La vemos como una amenaza a nuestra tranquilidad, o a nuestra integridad física, al bienestar que necesitamos para vivir. Ciertamente nos da miedo estar enfermos, porque la enfermedad nos limita mucho y además con frecuencia va acompañada de dolores.

Nos da miedo la muerte. Es un temor natural por un lado, pero por otro, siendo parte inherente de nuestra condición de criaturas sometidas al paso inexorable del tiempo, deberíamos aceptarla, y encontrar la manera de hacer las paces con esta realidad constitutiva de la vida humana; y más aún si, como creyentes, sabemos que es una ventana hacia Dios.

Tenemos miedo a las amenazas exteriores, que pueden venirnos de personas que nos agreden, que nos imponen su fuerza. Temores de catástrofes. Tenemos miedo de los terremotos, de las inundaciones, de los huracanes, de los ladrones, de los terroristas.
A veces nos tenemos miedo a nosotros mismos. Miedo a equivocarnos, miedo a elegir mal, miedo a tener que resolver situaciones complicadas al interior del trabajo, o de la familia. Miedo a la vejez, miedo a estar sin futuro.

El Evangelio es un anuncio (casi una orden) “No tengas miedo”. ¿En que se fundamenta este anuncio? En este párrafo del Evangelio se nos dice que nuestro Padre cuida de nosotros. La Providencia rige nuestras vidas. La presencia de Dios cerca de nosotros debería espantar todos los miedos. E inclusive podría llegar el momento en que convirtiéramos las amenazas en aliados de nuestra vida. Dios está con nosotros, nuestra vida está en sus manos. Esos son los motivos con los que el Evangelio quiere eliminar de nuestras vidas el miedo.

Y es que el miedo, que por una parte es un sentimiento natural, por otra parte puede llevarnos a tener una vida triste, llena de inquietud, falta de vitalidad. El miedo nos quita alegría, y energía. Podemos superar el miedo, no mediante la solución de no pensar; el ser inconscientes e irresponsables, no es una salida para el miedo; es la solución del avestruz, que entierra su cabeza en la arena, para no ver el peligro; como si, no viendo el peligro, éste desapareciera. Seríamos como niños, que cuando sienten miedo en la cama, se esconden debajo de la almohada.  

Podemos superar el miedo, porque Alguien más grande que todas las amenazas, nuestro Padre, camina a nuestro lado. El cuida de nuestra vida, porque para El somos lo más importante. A nosotros a veces nos queda algo así como un rompecabezas, difícil de armar ¿cómo se juntan las piezas del sufrimiento, de las dificultades, de nuestra propia pobreza personal, con esta certeza de que Dios nos cuida, de que nos trata como hijos? Así resolvía San Pablo este difícil problema: “Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8, 28)

Adolfo Franco, SJ