"En aquella ocasión queríamos ver España por carretera. Como, al parecer, no había manera de alquilar un automóvil, compramos un diminuto Fiat de segunda mano al que llamamos "la Cucaracha". El campo nunca nos había parecido tan hermoso como en aquel viaje. En El Escorial pasamos mucho tiempo en las habitaciones privadas de Felipe II. Se conservan tal como él las dejó. De aquellas habitaciones con desnudas paredes de yeso, amuebladas, con elegancia, pero con modestia, para un personaje real de la época, se sale saturado de la personalidad de aquel hombre rígidamente devoto, trabajador infatigable e inventor del sistema burocrático que mantuvo unido el imperio español en Europa y América durante dos siglos. Y, por supuesto, sus intenciones eran buenas. Cuando se gloriaba de quemar a los herejes creía estar sirviendo a Dios y a los hombres. Me fue imposible dejar de considerar todo el mal que pueden hacer los que trabajan por el triunfo del bien.
Paseamos por Segovia, también esta vez con luz de luna. En Ávila era como si Santa Teresa, otra de las grandes personalidades españolas, estuviera todavía viviendo allí. Descubrimos el magnífico valle del Ebro, donde las colinas y las quebradas son de unas dimensiones tales que rivalizan con las Montañas Rocosas en Colorado. Nos sentimos desbordados por la abundancia de edificios y es culturas que merecían verse en Santiago de Compostela. En Pontevedra asistimos a las fiestas. Nunca he visto unos fuegos artificiales tan espectaculares, fabricados por el pirotécnico local, ni un tal desprecio por las vidas y la integridad física de los espectadores al encenderse las decoraciones rojas, violetas y amarillas -los colores de la república- colocadas en guirnaldas alrededor de la plaza en una orgía de flores que estallaban y de ruedas giratorias.
En Santander, camino de vuelta, escuchamos al primo de Pepe Giner, Fernando de los Ríos, que era diputado en las Cortes por Granada, cuando pronunció un discurso en un mitin socialista en la plaza de toros. Fue un gran acontecimiento. Los miembros de los sindicatos se presentaron con sus banderas con letras rojas y doradas, con sus mujeres, con sus hijos, con las cestas de la comida y con botellas de vino. Niñas de las escuelas, con trajes blancos y lazos rojos, cantaron la Internacional. Escuchando el discurso de don Fernando, era un placer poder apreciar su dominio del condicional y del futuro de subjuntivo, pero bien poco de todo aquello debía resultar de interés práctico a los atentos mineros, mecánicos y agricultores que habían venido de todo el norte de España para oírle, en autobuses, en carros tirados por muías, en bicicletas o a pie.
Fue recibido con gritos de "Vivan los hombres honrados". Alguien soltó palomas blancas con lazos rojos en el cuello. Teóricamente tenían que volar hacia las esferas celestes para simbolizar el reino de paz y buena voluntad que se aproximaba, pero hacía mucho calor y las pobres palomas debían de haber pasado demasiado tiempo encerradas. Durante todo el discurso de don Fernando, una de ellas revoloteó trabajosamente por el centro del redondel. Durante aquel verano no hice otra cosa que ver signos y presagios por todas partes.
Un signo y un presagio que no era en absoluto imaginario fue el odio en los rostros de las gentes elegantemente vestidas, sentadas en las mesas de los cafés de la calle más importante de Santander, mientras contemplaban a los sudorosos socialistas volviendo de la plaza de toros con sus hijos y sus cestas y sus banderolas. Si los ojos fueran ametralladoras, ni uno solo hubiera sobrevivido aquel día. En mi bloc de notas apunté: Socialistas tan inocentes como un rebaño de ovejas en un país de lobos.
Estaba enumerándole a Katy las virtudes del pequeño Fiat y congratulándome por mis éxitos al corregir dificultades poco importantes en el funcionamiento del motor cuando -afortunadamente mientras atravesábamos una de las pocas zonas llanas de todo el viaje- se soltó un perno de la dirección y fuimos a parar a un prado. No nos pasó nada, pero tengo que admitir que nos asustamos.
Dos robustos asturianos que pasaban por allí recogieron amablemente la Cucarachita, la subieran a su camión y nos depositaron en un garaje de la ciudad más próxima. Cuando traté de pagarles se negaron a aceptar nada. Nosotros hubiéramos hecho lo mismo por ellos, dijeron. Pero su camión no hubiera cabido en nuestro Fiat. Les hice reír a costa de la diferencia de tamaños y conseguí que aceptaran unas pesetas para compensarla.
Los mecánicos eran las personas más simpáticas del mundo, pero les llevó muchísimo tiempo - varios días, de hecho- arreglar el problema de la dirección. Tuvimos que recortar nuestro viaje y, además, el pequeño Fiat había dejado de inspirarnos confianza suficiente como para enfrentarnos otra vez con las cerradísimas curvas de montaña que ya conocíamos.
Llegamos al hotel Alfonso de Madrid muy pocos días antes de que saliera de Gibraltar el barco italiano que tenía que llevarnos a casa. Para empeorar las cosas, tuve que meterme en la cama con una recaída de las fiebres reumáticas de la primavera anterior. Pusimos un anuncio en los periódicos. "Cochecito a vender". Soñaba con recuperar casi todo lo que había tenido que pagar por la desdichada Cucaracha. Llegaron varios posibles compradores y hablé con ellos desde mi lecho de enfermo, mientras Katy les hacía los honores con una copa de jerez.
Todos se echaron atrás al oír el precio, hasta que apareció un joven oficial del ejército, resplandeciente en su uniforme rojo y azul. Qué muchacho más simpático. El cochecito le gustaba. El precio estaba muy bien. Presentó sus credenciales. Todo lo que pedía era que se le dejara probar el cochecito en la carretera. Estaría de vuelta en una hora. ¿No era una cosa muy razonable? Le hice una nota para el garaje. Se retiró después de desearme, con gran elocuencia, una rápida mejoría.
Pasó una hora. Pasó un día. El teniente no aparecía. Llamamos al garaje. El cochecito tampoco aparecía. Llamamos a algunos amigos. Llamamos a la policía. La policía envió a un muchacho vestido de paisano con quien mantuve una larga conversación sobre el barroco en la poesía, Góngora para ser más exacto. Apuntó todos los detalles con gran esmero en su bloc de notas y se marchó después de varias copas de jerez. Nunca he tenido una impresión más clara de ser un perfecto imbécil. Pasó otro día sin noticias. Después, el entendido en Góngora me telefoneó: buenas noticias. La policía había recuperado el cochecito. En este mismo momento reposa en el patio de Gobernación, en la Puerta del Sol. Bravo. No me mostré tacaño en expresiones de gratitud y felicitaciones. Qué estupenda policía había en aquel Madrid republicano.
Apenas había colgado el teléfono cuando hicieron pasar a mi habitación a otro oficial del ejército, un capitán esta vez. Me hizo saber que estaba muy avergonzado. El teniente era su hermano. Tenía que disculparle. Su hermano estaba un poco loco. Su manía era llevarse coches para probarlos y luego no los devolvía. El capitán me pedía respetuosamente que me abstuviera de presentar la denuncia. Su hermano había sido ya internado en una casa de salud. ¿Qué podía hacer yo? El coche había sido recuperado. Servimos más jerez y el capitán nos prometió eternos sentimientos de fraternidad.
Tan pronto como pude tenerme en pie, me trasladé a Gobernación para hablar con la policía. Habíamos encontrado otro comprador, a mitad de precio. Queríamos el coche. La policía se mostró extraordinariamente cortés. El cochecito estaba perfectamente seguro. Me llevaron a verlo a un patio trasero. Le habían puesto una alambrada alrededor para que nadie pudiera tocarlo. ¿Podía llevarme el coche? Tenía un comprador. Salía para Gibraltar al día siguiente. El inspector jefe se mostró muy afligido al saber estas noticias, pero el coche tenía que quedarse allí como evidencia, hasta que se capturara al teniente que lo había robado. No hay remedio. Es la ley. Devuelta al hotel llamamos a más amigos. El entendido en Góngora se presentó y tuvimos otra agradable conversación. Al teniente no se le encontraba por ningún sitio. Y sin teniente no había cochecito. Aquella estúpida serie de incidentes empezó a parecerme tan ilustrativa de la condición humana como las aventuras del Caballero de la Triste Figura se lo parecían a Unamuno.
Tomamos el tren de la noche para Gibraltar. La última vez que vimos a la Cucaracha estaba todavía rodeada de tela metálica en el patio trasero de Gobernación."
Años inolvidables. Página 336-340. John Dos Passos. Seix Barral. Barcelona, España - 2006.
CADENA DE CITAS