La porcelana china, codiciada desde tiempos antiguos fue durante siglos
un símbolo de lujo y prestigio para reyes, sultanes, nobles y
comerciantes. Su calidad, belleza y exclusividad la convirtieron en un
tesoro muy apreciado por su blancura, su vidriado translúcido y sus
colores luminosos. Pero hasta el siglo XVIII la fórmula para su
fabricación era un secreto que los chinos guardaban celosamente. Fue
entonces cuando un alquimista de la corte de Augusto II el Fuerte,
elector de Sajonia y rey Polonia, descubrió unos depósitos de caolín
cerca de la ciudad de Meissen y desveló el misterio de su composición.
Para los europeos de entonces era ya bien conocida. Las primeras
descripciones detalladas se las debemos a Marco Polo, que, en su “Libro
de las maravillas” la denominó “porcelana”, un término derivado de
“porcello”, que también designaba a las conchas de cauri, cuyo aspecto
evocaba a pequeños cerditos o “porcelli”. Estas conchas, usadas como
dinero en algunos lugares de África y Asia, tenían un brillo similar al
vidriado de la porcelana, lo que probablemente inspiró el nombre. Marco
Polo alabó su belleza, describiendo los platos como “los más bellos que
puedan verse”. Esto contribuyó de forma decisiva a su buena fama en
Europa.
En China la cerámica era un arte mayor, especialmente durante la
dinastía Song (960-1279). Los altos funcionarios imperiales, conocidos
como "mandarines", coleccionaban y catalogaban las piezas de porcelana
valorándolas por su elegancia, calidad técnica y simbolismo. Pero hasta
tiempos de la dinastía Ming (1368-1644) no se empezó a exportar a
Europa. La realeza y la aristocracia de esta parte del mundo se quedaron
fascinados con ella. Su pasta blanca, el vidriado duro y los colores
brillantes aplicados sobre o bajo el mismo vidriado, la convirtieron en
un objeto exótico ideal para los gabinetes de curiosidades, espacios
donde se exhibían rarezas de todo el mundo.
Monarcas europeos como Felipe II de España, María de Inglaterra,
Augusto de Sajonia, Isabel de Farnesio y casi todos los sultanes
otomanos fueron ávidos coleccionistas. En el Real Alcazar de Madrid
Felipe II llegó a contar con la mayor colección de porcelana china de su
época. Por desgracia se perdió en el incendio de 1734. No sucedió lo
mismo con la colección otomana. En el palacio de Topkapi, en Estambul,
aún se conserva una notable colección de porcelana china de incalculable
valor artístico e histórico. Estas porcelanas no sólo eran
ornamentales, representaban también estatus social y poder, de ahí que
los monarcas las exhibiesen como trofeos que daban fe de su importancia y
de lo ricos que eran.
Pero, a pesar de su prestigio, el proceso de fabricación de la
porcelana era un enigma. En sus textos, Marco Polo desgranaba un método
complejo, decía que la arcilla tenía que almacenarse durante 40 años
antes de poder trabajarla. En 1516 un navegante portugués llamado Duarte
Barbosa, escribió en su “Livro das Coisas do Oriente” que la porcelana
se elaboraba con conchas y cáscaras de huevo formando una pasta que se
enterraba durante 80 o 100 años antes de ser trabajada, pintada y
vidriada. Estas descripciones alimentaron el mito y el misterio en torno
a su producción, lo que incrementó su aura de exclusividad. Cuando se
descubrió su secreto Europa se llenó de fábricas de porcelana, muchas
patrocinadas por los reyes como la que Carlos III mandó levantar en los
jardines del Buen Retiro en Madrid. Hoy las colecciones de porcelana de
los monarcas europeos son muy admiradas y estudiadas por especialistas
como nuestra invitada de hoy, Cinta Krahe, profesora de la Universidad
Autónoma de Madrid y seguramente la persona que más sabe de esto en
España.
Fuente: La ContraHistoria
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