"Argel, el reino de los piratas, era una fundación difícilmente perecedera puesto que había resistido durante tres siglos a las grandes potencias. Por su singularidad, no tenía parangón en toda la historia. Era la encarnación de un delirante mundo de fábula, y a la vez un floreciente centro mercantil.
En el blanco triangulo de piedra, en la mañana estrecha, intrincada y maloliente de casas bajo el solo ardiente, debían de vivir unas cincuenta mil personas. Su sangre era la mezcla más insólita que cabía imaginar. Por aquellas tierras corrían desde tiempos remotísimos los bereberes y los númidas oscuros con parientes próximos, asentados junto al Nilo y en el Senegal. Llegaron los fenicios a sus costas, comerciaron, colonizaron, construyeron. Sobre los bereberes y los púnicos se aposentaron los romanos administradores. La provincia africana se convirtió en granero, almacén de fruta, vino y aceite del Imperio. Allí se hablaba latín. Allí se hablaba también en griego cuando el César gobernaba desde Bizancio. Pero el nombre romano dejó de dar protección. Aparecieron los germanos, conquistaron y destruyeron las ciudades, cercenaron sus columnas. Fueron vencidos, dispersados y se diluyeron en la mezcla preexistente. La Roma oriental todavía pudo vencer, más, para perdurar, era demasiado débil. A la primera invasión de fuerzas árabes, poco después de la muerta del Profeta, triunfo el Islam y se extendió por vastos territorios, pasó a España, estableció allí su más hermoso reino y se convirtió en una cultura. Pero sobre suelo africano las sectas se asesinaban mutuamente.
La fuerza de Roma no estaba destruida por completo, la sangre árabe todavía no equivalía más que a una gota en una jarra. Entonces, al despuntar el segundo milenio, irrumpieron nuevas hordas de guerreros errantes y salvajes que pisotearon y degollaron. Procedían de los desiertos de Oriente y prolongaron la fiesta sangrienta durante diez años. Al cabo de ellos, toda moral había quedado aniquilada, el granero estaba vacía y el norte de África devastada para siempre. La victoria había sido completa; el árabe se había convertido en lengua dominante, secundaria por el bereber que le prestaba sus servicios y solo remotamente penetraba por sonidos fenicios, romanos y helenos.
Una población constituida pues por una mezcla extravagante en una hambrienta región desértica, mil millas de costa rocosa en el mar meridional, y los países más prósperos al alcance de la mano. La historia de los estados rapaces africanos podía comenzar.
Tarea de España había sido poner rápido fina a semejante historia. Los musulmanes habían sido expulsados de su territorio y ella era la dueña de su propia casa. Poseía el dominio sobre los tesoros de Indias, y estaba preparada para atacar. Muchas ciudades costeras se rindieron, se improvisaron monasterios, se consagraron mezquitas como iglesias y se establecieron guarniciones. Pero eso fue todo. África fue olvidada. Las tropas se quedaron sin víveres no munición. Uno tras otro se volvieron a perder los puertos, a duran penas se mantuvo Oran.
En cuanto a Argel, un arrecife separado de la orilla por la distancia de la voz, fue fortificada. En el peñón, espina en el corazón de Argel, se encontraba un noble español con un puñado de soldados a la espera de la perdición.
Jair-ben-Eddin, Barbarroja, fue quien la causó. Tomo el arrecife, asesino a la tropa, mató a golpes al noble, destruyo la fortaleza y construyo un dique hasta tierra firme, creando así el puerto seguro que a partir de entonces se constituyó en base principal de todos los corsarios. Al sultán turco de Constantinopla le ofreció África como un regalo en la palma de la mano, y se convirtió en su Capudán Bajá y su Begler Bey. Tenía a su mando un ejército turco. Él era un cristiano renegado, escoria europea.
Los reyes que gobernaban en Argel eran los soberanos de los corsarios, aristocracia de la piratería de esta ciudad. Eran jenízaros del sultán, sus oficiales y sus generales. En el Serrallo de Constantinopla eran los más altos funcionarios de la corte, gran parte de ellos virreyes, visires y almirantes en el extenso imperio turco."
Un hombre llamado Cervantes. Página 113 y 116. Bruno Frank. Almuzara. Córdoba, España - 2015.
CADENA DE CITAS
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- Después - Cita CDLXXII: La orza