Nuestra columnista de Viajes Jada Yuan tiene programado ir a cada destino de nuestra lista de 52 lugares para visitar en 2018. Esta entrega la lleva a dos lugares de España —Sevilla, el lugar 19 en la lista, y Ribera del Duero, el 48—.
Solo
tuve que cruzar un puente después del anochecer. Durante todo el día,
bajo el aplastante sol de julio y la temperatura de 35 grados Celsius en
Sevilla, me había preguntado dónde estaban todos los lugareños. Esa
noche encontré la respuesta en Triana, un barrio de clase trabajadora,
mientras bebía tinto de verano (vino tinto mezclado con refresco de
limón) entre un mar de fiesteros. Durante siglos, Triana fue su propia
ciudad, mejor conocida como una guarida de gitanos, bailarines de
flamenco y toreros relegados a vivir afuera de los muros de Sevilla y
lejos de la realeza de la ciudad. Me fui a las dos de la mañana y, según
la famosa y admirable costumbre española, para la mayoría apenas
empezaba la noche.
Dio la casualidad de que mi visita a Sevilla, la exquisita capital de la región andaluza al sur de España, coincidió con La Velá de Santiago y Santa Ana,
el masivo festival religioso de cinco días en Triana. Músicos ataviados
al estilo medieval bajaron las escaleras frente a mí. El guitarrista
fumaba un cigarrillo mientras tocaba las cuerdas. Una pareja de cabello
cano bailaba flamenco a su lado. Aparentemente de la nada, salió un
hombre barbado y guapo con ropa de calle, cantando melodías lastimeras
con un fervor y un vibrato tales que no dudé que fuera profesional. No
lo es, según me lo dijo después; simplemente pasaba por ahí y conocía a
los músicos porque todos son de la misma ciudad pequeña cerca de ahí.
Viajando
por el mundo durante los últimos siete meses, a menudo me he percatado
de mi estatus de fuereña. Sin embargo, en España, donde también visité
la región vinícola norteña de la Ribera del Duero, simplemente me sentí
yo misma. Tener facilidad para el idioma ayudó. Pero también se debió a
que “esos extraños horarios” —como lo dijo una madrugadora amiga
estadounidense, en los que nadie comienza a pensar en la cena sino hasta
las nueve de la noche— se ajustan perfectamente a mi ritmo natural.
Aquí
podía acabar todo mi trabajo del día, salir cuando quisiera, comer en
tres lugares de tapas y pasear por las calles concurridas a altas horas
de la noche sin la carga emocional de estar nerviosa a cada instante por
mi seguridad, un sentimiento que a menudo va de la mano con ser una
mujer que viaja sola. Sin embargo, aún con esa comodidad, me asombró
cuán a menudo me sorprendió España.
SEVILLA
La Stevie Nicks española
No
podía dejar de pensar en la cultura de la generosidad en Triana. Así
que regresé a La Velá por segunda noche consecutiva, esta vez acompañada
de Félix Guerra, de 58 años y padre de tres, al que conocí cuando
estaba bailando con los músicos que llevaban ropa medieval; al igual que
ellos, él también es de la pequeña ciudad de Cortegana.
Era
mi última noche en Sevilla, y anhelaba ir a uno de los históricos
clubes de flamenco sobre los que había leído. Guerra, que no hablaba
inglés, sugirió con amabilidad que esos podrían esperar. María de la Colina,
una cantante “muy famosa” y nativa de Sevilla, daría un concierto
gratuito al aire libre para cerrar La Velá. Tiene más de 60 años, dijo, y
una presentación como esa era un lujo tan extraordinario que sería
tonto perdérsela.
Lo
que presenciamos fue mejor que cualquier cosa que pudiera haber
imaginado. Una diva con voz ronca recorrió el escenario con un fino
caftán rosa mientras cientos de fanáticos devotos la vitoreaban. Era
como ver a Stevie Nicks por primera vez, pero en español y en
tecnicolor. Dos jóvenes bailarines, un hombre de blanco y negro y una
mujer con un vestido rojo, ajustado y con volantes, acentuaban sus
canciones con un flamenco dramático.
Sin
embargo, la verdadera emoción llegó cuando la bailarina se fue y el
hombre, bañado de sudor y con su vello en pecho que se asomaba por el
cuello desabotonado de su camisa blanca, zapateó apasionadamente para
María de la Colina, una mujer más o menos 40 años mayor que él.
Un paraíso de Instagram
“¡Es
demasiado!”, dijo mi amiga Shayla Harris, una cineasta que vino de
visita unos cuantos días. Se convirtió en nuestro lema y lo repetíamos
cada vez que recorríamos las pequeñas calles adoquinadas, coloridas y
sinuosas de la vieja ciudad de Sevilla, que no podíamos dejar de
fotografiar. Una vuelta errada solo traía más vueltas equivocadas: un
portón de compleja herrería morisca podría revelar un patio lleno de
fuentes, azulejos coloridos y plantas tropicales; caminar alrededor de
un edificio rojo y amarillo podría llevarte a una cuadra llena de azules
y verdes. El objetivo era perderse.
Comenzamos a sentir que todo era “demasiado” desde nuestro hotel boutique Palacio Pinello.
Mi investigador de The New York Times, Justin Sablich, me lo recomendó
porque era céntrico y de precio razonable. Pero resultó ser un palacio
restaurado del siglo XV con columnas de piedra y detallados techos de
madera intactos, además de un elegante patio con piso de mármol en el
interior, donde desayunábamos bajo un tragaluz. La puerta original del
palacio, un hermoso bloque de madera pintada, tenía una cubierta de
vidrio y estaba justo afuera de nuestra habitación, cuyo espacio era
modesto y sus techos estaban a 6 metros.
A
los que, como a nosotras, les gusta tomar fotos, pueden deleitarse con
el festín visual de la Plaza de España, una extravagancia arquitectónica
semicircular casi del tamaño de diez campos de fútbol americano,
construida para la Feria Mundial de 1929. Nuestra parte favorita fueron
las 48 bancas de azulejos con complejos detalles; cada una representa
una provincia española.
El increíble palacio morisco, Real Alcázar, con sus jardines acuáticos, es imprescindible (“¡Siento que estoy en Dorne!”, seguía pensando, antes de saber que, en efecto, Juego de tronos
lo usó como locación de filmación para la Casa de Martell, que carecía
de gobernante). Pero el calor también fue tan abrumador que necesité
cerca de cinco horas para recuperarme. Sugiero combinar el descanso con
un paseo por los frondosos jardines del más modesto Palacio de las Dueñas al otro lado de la ciudad, el cual te da una idea de cómo vivía la clase gobernante de la ciudad.
Todos
los caminos sinuosos de Sevilla parecen llevar a La Giralda, el
campanario morisco (con toques del Renacimiento) junto a la catedral gótica más grande de Europa. Si te pierdes, puedes seguir su presencia inminente, como una Estrella del Norte urbana.
Pequeños platillos y azoteas para refrescarse
Pequeños platillos y azoteas para refrescarse
Una
alternativa para no sudar toda tu masa corporal en una atracción
turística es esperar a que baje el calor en la azotea de un bar (prueba EME, Pura Vida Terraza y Hotel Inglaterra),
o consentirse con las famosas tapas de la ciudad. Muchos restaurantes
han instalado máquinas de vapor, como sistemas de riego, que te rocían
suavemente una brisa refrescante en las mesas del exterior. También me
encantó la práctica considerada de la ciudad de poner enormes pedazos de
tela sobre las calles para que haya más sombra.
Mi récord pudo haber sido de cinco bares de tapas en un día, con un gazpacho o su sopa hermana más densa, el salmorejo, en casi cada uno de ellos. (Todos fueron deliciosos). Los puntos más destacados incluyeron un risotto con patatas bravas excepcional en El Pintón, un lugar más o menos hípster; la atmósfera en Las Teresas, con sus muros abarrotados y filas de jamón ibérico que cuelgan del techo; churros con chocolate derretido en el Bar El Comercio, de un siglo de antigüedad; todos los clásicos en La Azotea; los platillos de inspiración asiática en La Bartola, y toda la experiencia de El Rinconcillo, el bar más viejo de la ciudad, establecido en 1670, donde los taberneros con uniformes blanco y negro escriben tu cuenta con gis en el mostrador frente a ti. No te pierdas la espinaca con garbanzos, un platillo engañosamente sencillo y tan bueno que querrás comer dos.
RIBERA DEL DUERO
La verdad en el vino
Antes
de ver el nombre de Ribera del Duero en la lista de los 52 lugares para
visitar, no puedo decir que haya escuchado de sus vinos; supongo que el
aficionado estadounidense promedio a los vinos diría lo mismo.
Aun
así, recorrer el campo español durante cinco días para probar vinos era
algo que me emocionaba mucho hacer. Comencé en Valladolid, la
encantadora capital de la vasta región de Castilla y León en España, a
unas dos horas en auto hacia el noroeste de Madrid. Después, me inscribí
a un recorrido de todo el día con un grupo pequeño en Turismo de Vino:
220 euros (cerca de 256 dólares) para visitar tres bodegas. Me sentía
escéptica porque ninguno de los lugares a los que fuimos tenían nombres
que hubiera encontrado en mi búsqueda; pero ese era el objetivo. Al
final de un gran día lleno de alcohol con una familia colombiana de
cuatro y una introducción a distintos vinos que jamás habría encontrado
por mí misma, sentí que los siguientes recorridos no serían lo mismo.
“Ribera
del Duero es algo que inventamos. No es una región ni una ciudad de
verdad. Solo significa ‘por la ribera del río Duero’”, nos dijo nuestro
maravilloso guía, Pablo González Calvo mientras íbamos en la furgoneta.
(Es fabricante de vinos y gerente de exportaciones de dos nuevas
bodegas: Barcolobo y Garmón Continental, que visité después; ambas muy
buenas). En la década de los ochenta, explicó, un grupo de
aproximadamente diez enólogos cerca del Duero decidieron que debían
encontrar una manera de competir con Rioja —una región de la que sí
había escuchado— en el mercado internacional. Necesitaban unirse bajo un
solo nombre y una denominación de origen.
Las
bodegas podrían poner el nombre Ribera del Duero en sus etiquetas solo
si estaban dentro de ciertos límites geográficos y seguían ciertas
reglas estrictas; la más importante es que los vinos deben ser 75 por
ciento tempranillo. La denominación ahora incluye 270 bodegas. También
hay muchas otras dentro de esos límites geográficos que decidieron no
seguir las reglas y no usan el nombre de Ribera, pero vale mucho la pena
probarlas. Por ejemplo, dijo González Calvo, un enólogo llamado Mariano
García, que había creado sus clásicos en el renombrado Vega Sicilia de Ribera del Duero durante treinta años, se fue para comenzar una bodega llamada Bodegas Mauro,
donde podría experimentar. Los vinos de Mauro están etiquetados con la
frase “Castilla y León”. Según lo que entiendo, si estás bebiendo un
vino Castilla y León de calidad, es muy probable que lo haya hecho un
rebelde.
Nuestra primera parada fue Aalto Bodegas,
otra sabrosa encarnación del segundo acto de Mariano García, en un
complejo con fachada de cristal con vista a sus viñedos. Desde ahí,
fuimos a Áster, una
bodega más nueva en una hermosa mansión de estilo colonial. Almorzamos
manjares regionales, entre ellos lechazo (cordero lechal; el cochinillo
también es famoso aquí) y morcilla de Burgos.
Nuestra parada final, ValSotillo,
fue mi favorita. Los dos hermanos que la dirigen hacen su vino en
cuevas talladas a mano del siglo XVI. Su Gran Reserva fue tan memorable
que modifiqué durante una hora mi itinerario de otro día para comprar
una botella, una ganga de mayoreo con un precio de 42 euros.
Viñedo de ensueño
Quizá no hay lugar que encapsule mejor la belleza de la región que Abadía Retuerta,
una hacienda de 700 hectáreas no muy lejos de Valladolid, que visité
después porque González Calvo me la recomendó. Por el costo de una cata
(30 euros), pude caminar por monasterios, una capilla deslavada por el
sol y filas de lavanda bien cuidada en su hotel de cinco estrellas, en
un monasterio remodelado. Después, un guía me llevó por la autopista a
su viñedo de 200 hectáreas para ver desde el altiplano todo el valle.
Tras el recorrido, puedes hacer senderismo por toda la propiedad el
resto del día.
Entrenamiento de tapas
Perdí
la cuenta del número de lugares de tapas que probé a lo largo de diez
días en Valladolid y Sevilla, pero puedo decir con seguridad que comí
más a menudo y muchas veces mejor en España que en cualquier otro lugar
del mundo. Y eso también fue cierto aún cuando compensaba por el tiempo
perdido, pues no fue sino hasta mi penúltima noche en Ribera del Duero
que me di cuenta de que no había estado cenando de la manera apropiada.
Mientras visitaba Abadía Retuerta,
les había pedido a los empleados recomendaciones de dónde comer en mis
momentos de cansancio en Valladolid. Me dieron una lista de cuatro
lugares de tapas en la Plaza Mayor, cada uno con una especialidad
distinta. Lamenté no tener tiempo para probarlos todos. Todos me vieron
con confusión y preocupación.
“Espera. ¿A cuántos restaurantes vas por noche?”, preguntó uno de ellos.
“¿Uno?”, dije con incertidumbre.
La
confusión se convirtió en risas. ¿Por qué limitarte a un restaurante
por noche?, preguntaron. Los españoles toman una copa de vino en su
lugar de tapas favorito y después van a otro para beber otra ronda.
Todos los restaurantes de la lista requerían que me abriera camino a la barra y comiera de pie. Bar El Corcho tenía las que pudieron haber sido las mejores croquetas de jamón con queso de las muchas que comí en todo el país. En Bar La Cárcava —que tenía una de las mejores listas de vino— comí tostadas de atún con mayonesa.
Villa Paramesa
lo llevó todo a otro nivel; el lugar es conocido por sus tapas modernas
con ingredientes clásicos. Probé la especialidad del día: anchoas en
una canoa de piel de pescado asada con una confitura de cebolla dulce
que no se parecía a nada que hubiera probado antes. Una especialización
en el mundo de las tapas es algo que me encantaría hacer por el resto de
mi vida.
Consejos prácticos
• Transporte en tren: Para ir a Ribera del Duero probablemente pasarás por Madrid, que tiene dos estaciones de tren principales. La que tiene el tren de alta velocidad Renfe, con un recorrido de una hora, con destino a Valladolid, es Madrid Chamartín. Llegar ahí desde el aeropuerto requiere un viaje corto en un tren suburbano de Cercanías. Para un camino más largo, sin traslados, considera tomar un autobús de Alsa durante dos horas y 45 minutos directamente desde la Terminal 4 del aeropuerto hasta Valladolid. Sin embargo, para ir a Sevilla, tuve que pasar por la otra estación de tren de Madrid: Puerta de Atocha,
que no está cerca de Chamartín. Diles a los lugareños que te ayuden; el
camino fue mucho más fácil que cualquier cosa que Google Maps y los
planes de tren en línea me hayan dicho.
• Transporte en auto: Para
moverte en el campo vinícola, necesitarás un auto, a menos que quieras
pagar un chofer. Yo renté el mío en la estación de tren de Valladolid
(¡muy fácil!) para evitar el estrés de conducir desde Madrid. El acueducto romano en Segovia y el castillo en la colina de Peñafiel son desviaciones que valen la pena. Solo recuerda tener cuidado con lo que tomas en las catas.
• Transporte en bicicleta: Caminé
por Sevilla, pero la siguiente ocasión rentaré una bicicleta. Hay mucho
terreno que cubrir y cualquier tipo de ayuda que puedas darte es mejor.
• Recorridos: Si
estás viajando en solitario en el campo vinícola, lo mejor es hacer
amistad con otros turistas para tomar un recorrido privado como yo lo
hice. Esos recorridos generalmente operan con un mínimo de dos turistas,
así que tendrás que llevar a alguien más o pagar dos lugares. ¿Quieres
saltarte los recorridos? Todas las bodegas requieren una reservación; no
intentes simplemente aparecerte ahí.
• Boletos: Comprar
boletos con anticipación en línea te ayudará a evitar las largas filas,
a menudo bajo el sol en La Giralda y Real Alcázar. En La Giralda, el
sitio web solo me dejó comprar boletos un día antes, lo cual no me
convenía. Pero fui cuando abrieron y la fila avanzó rápidamente.
• Comida: En
Sevilla, el servicio a la mesa incluyó pasar la mitad de nuestras
comidas intentando llamar la atención de los meseros. Preferí comer en
las barras: el servicio es rápido, tienes buena compañía y comerás
porciones del tamaño de tapas. Todo es conveniente.