viernes, 7 de abril de 2023

Podcast La ContraHistoria: Italia resurge

 

 

Tal y como vimos en el capítulo anterior, la unificación de Italia fue un proceso que llevó varias décadas. Aunque la idea de que los pueblos de la península itálica estuviesen unidos bajo un mismo Gobierno llevaba ahí mucho tiempo y algunos intelectuales lo habían reclamado, hasta principios del siglo XIX no dieron comienzo los movimientos que perseguían que la reunión de los italianos bajo un solo Estado se hiciese realidad. Las guerras napoleónicas fueron el pistoletazo de salida. Tras ellas nada en Italia (ni en el resto de Europa) volvería a ser lo mismo. En Italia, como sucedió también en Alemania en la misma época, la causa nacional se confundía con la revolucionaria. Una cosa y la otra iban de la mano, pero en el concierto europeo nacido en el Congreso de Viena las potencias no querían ni oír hablar de revoluciones por temor a los desórdenes que habían ocasionado en Francia.

Entre las décadas de 1830 y 1840 el orden establecido empezó a resquebrajarse. Los revolucionarios italianos agrupados en sociedades de carbonarios trataron de aprovechar los momentos de inestabilidad para llevar a término su programa máximo de independencia nacional y revolución liberal. Acaudillando a estos grupos emergieron las primeras figuras individuales que consagraron su vida a este fin. Revolucionarios como Giuseppe Mazzini o Giuseppe Garibaldi se convirtieron en celebridades en toda la península. Los periódicos y la cultura empujaban en esa dirección y también algunos de los príncipes locales. Pero la península estaba atomizada en pequeños Estados con sus propios intereses. Los soberanos de los pequeños ducados o de los grandes reinos como el de las Dos Sicilias o los Estados Pontificios querían seguir existiendo, pero eso era incompatible con la unificación.

Había, además, un problema añadido. Los austriacos controlaban directamente buena parte del norte de Italia, las regiones de Lombardía y el Véneto, y no parecían dispuestos a ceder un ápice. En la revolución de 1848 todo saltó por los aires. Para calmar la situación los duques y el propio Papa transigieron con constituciones hechas a imagen y semejanza del estatuto Albertino concedido por Carlos Alberto de Saboya en el Piamonte. De ahí vendría la unificación. El principal impulsor de la unificación fue el reino de Cerdeña-Piamonte, sucesor del ducado de Saboya, que se había convertido en la segunda mitad del siglo en el principal Estado netamente italiano. El primer ministro de Cerdeña, el conde Camillo di Cavour, un diplomático muy hábil, firmó una oportuna alianza con Francia que permitió a los saboyanos plantar cara a Austria en Lombardía. A partir de ese momento los pequeños Estados del norte decidieron unirse voluntariamente a la causa común reconociendo como monarca propio al rey de Cerdeña, Víctor Manuel II, que sería quien diese el paso de proclamar el reino de Italia en 1861.

Pero aún faltaba Nápoles, Sicilia, Venecia y Roma. Los dos primeros se unieron a Italia tras la campaña de un libertador nizardo llamado Giuseppe Garibaldi, Venecia fue conquistada a los austriacos tras una breve guerra, y Roma fue ocupada por el ejército italiano en 1870 aprovechando la derrota francesa frente a los prusianos. Al año siguiente la ciudad eterna pasó a convertirse en la capital del nuevo Estado y el Sumo Pontífice en prisionero del rey de Italia, condición que, atrincherados tras los muros del Vaticano, mantendrían los Papas durante décadas.

La nueva Italia unificada no tardó en convertirse en una de las principales potencias europeas. Sus gobernantes se afanaron en modernizar la economía y en construir un pequeño imperio colonial. De ahí en adelante, el reino de Italia (convertido en república en 1946) jugaría un papel fundamental en la historia contemporánea de Europa.

Fuente: La ContraHistoria

 

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