Tal y como vimos en el capítulo anterior, la unificación de Italia fue
un proceso que llevó varias décadas. Aunque la idea de que los pueblos
de la península itálica estuviesen unidos bajo un mismo Gobierno llevaba
ahí mucho tiempo y algunos intelectuales lo habían reclamado, hasta
principios del siglo XIX no dieron comienzo los movimientos que
perseguían que la reunión de los italianos bajo un solo Estado se
hiciese realidad. Las guerras napoleónicas fueron el pistoletazo de
salida. Tras ellas nada en Italia (ni en el resto de Europa) volvería a
ser lo mismo. En Italia, como sucedió también en Alemania en la misma
época, la causa nacional se confundía con la revolucionaria. Una cosa y
la otra iban de la mano, pero en el concierto europeo nacido en el
Congreso de Viena las potencias no querían ni oír hablar de revoluciones
por temor a los desórdenes que habían ocasionado en Francia.
Entre las décadas de 1830 y 1840 el orden establecido empezó a
resquebrajarse. Los revolucionarios italianos agrupados en sociedades de
carbonarios trataron de aprovechar los momentos de inestabilidad para
llevar a término su programa máximo de independencia nacional y
revolución liberal. Acaudillando a estos grupos emergieron las primeras
figuras individuales que consagraron su vida a este fin. Revolucionarios
como Giuseppe Mazzini o Giuseppe Garibaldi se convirtieron en
celebridades en toda la península. Los periódicos y la cultura empujaban
en esa dirección y también algunos de los príncipes locales. Pero la
península estaba atomizada en pequeños Estados con sus propios
intereses. Los soberanos de los pequeños ducados o de los grandes reinos
como el de las Dos Sicilias o los Estados Pontificios querían seguir
existiendo, pero eso era incompatible con la unificación.
Había, además, un problema añadido. Los austriacos controlaban
directamente buena parte del norte de Italia, las regiones de Lombardía y
el Véneto, y no parecían dispuestos a ceder un ápice. En la revolución
de 1848 todo saltó por los aires. Para calmar la situación los duques y
el propio Papa transigieron con constituciones hechas a imagen y
semejanza del estatuto Albertino concedido por Carlos Alberto de Saboya
en el Piamonte. De ahí vendría la unificación. El principal impulsor de
la unificación fue el reino de Cerdeña-Piamonte, sucesor del ducado de
Saboya, que se había convertido en la segunda mitad del siglo en el
principal Estado netamente italiano. El primer ministro de Cerdeña, el
conde Camillo di Cavour, un diplomático muy hábil, firmó una oportuna
alianza con Francia que permitió a los saboyanos plantar cara a Austria
en Lombardía. A partir de ese momento los pequeños Estados del norte
decidieron unirse voluntariamente a la causa común reconociendo como
monarca propio al rey de Cerdeña, Víctor Manuel II, que sería quien
diese el paso de proclamar el reino de Italia en 1861.
Pero aún faltaba Nápoles, Sicilia, Venecia y Roma. Los dos primeros se
unieron a Italia tras la campaña de un libertador nizardo llamado
Giuseppe Garibaldi, Venecia fue conquistada a los austriacos tras una
breve guerra, y Roma fue ocupada por el ejército italiano en 1870
aprovechando la derrota francesa frente a los prusianos. Al año
siguiente la ciudad eterna pasó a convertirse en la capital del nuevo
Estado y el Sumo Pontífice en prisionero del rey de Italia, condición
que, atrincherados tras los muros del Vaticano, mantendrían los Papas
durante décadas.
La nueva Italia unificada no tardó en convertirse en una de las
principales potencias europeas. Sus gobernantes se afanaron en
modernizar la economía y en construir un pequeño imperio colonial. De
ahí en adelante, el reino de Italia (convertido en república en 1946)
jugaría un papel fundamental en la historia contemporánea de Europa.
Fuente: La ContraHistoria
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