Entre los siglos XVI y XVII se produjo en Europa una revolución, pero no
una revolución al uso con soflamas y violencia callejera, sino una
revolución silenciosa llevada a cabo en laboratorios caseros que tuvo
consecuencias muy profundas en la forma en la que los seres humanos
entendían el mundo. De aquella revolución nació la ciencia tal y como
hoy la conocemos. Durante ese periodo una serie de mentes privilegiadas
de distintos puntos del continente europeo realizaron grandes avances en
numerosas áreas del conocimiento como las matemáticas, la astronomía,
la biología, la física y la química. Estos desarrollos servirían más
adelante para crear las máquinas que pusieron en marcha la revolución
industrial y el mundo contemporáneo. Serían también la base que otros
genios utilizarían para extender aún más la frontera del conocimiento.
No se sabe muy bien cuando empezó todo, pero su fecha de arranque
convencional es la publicación en 1543 de “De revolutionibus orbium
coelestium” (Sobre los giros de los cuerpos celestes) por parte de un
canónigo polaco llamado Nicolás Copérnico. Este libro fue muy discutido
en su época porque ponía fin a la teoría geocéntrica, aquella que se
sustentaba sobre la creencia de que la Tierra estaba en el centro del
universo y el resto de los cuerpos celestes orbitaban en torno a ella.
Copérnico demostró que no era así dejando la puerta abierta a un camino
que otros no tardarían en transitar. Empezaron a aparecer nombres,
muchas veces vinculados con prestigiosas universidades, que se
replantearon consensos muy antiguos pero fundamentados más en la
creencia que en la experimentación, más en los argumentos de autoridad
que en la fuerza de los hechos observables y medibles.
De este siglo y medio de curiosidad, reflexión e invenciones salió la
teoría de la gravitación universal, formulada por el físico inglés Isaac
Newton, e infinidad de avances en campos tan variados como la anatomía
humana, la química, la óptica y la electricidad que se sustanciaron en
las primeras autopsias sistemáticas, la invención del telescopio, las
leyes del movimiento de los planetas o la teoría ondulatoria de la luz.
Estos primeros científicos modernos tuvieron que valerse de nuevos
procedimientos y también de nuevas formas de trabajar que fueron
teorizando y llevando a la práctica. Así fue como nació el empirismo, un
tipo de razonamiento deductivo que cambió de lleno el marco teórico de
la ciencia ya que exige experimentar, observar el objeto de estudio,
sacar conclusiones y cuantificar los fenómenos. Para esto último hizo
falta profundizar en el conocimiento de las matemáticas, una herramienta
cuyo dominio permitió ir mucho más allá en los siglos siguientes y
acelerar los avances a partir del siglo XVIII.
Para entonces la ciencia ya se había institucionalizado. En Inglaterra
fue fundada en 1660 la Royal Society, una institución con patrocinio
regio, pero de titularidad privada dedicada al avance de la ciencia
natural. Años más tarde, Luis XIV creo en Francia la Real Academia de
las Ciencias que instaló en el Louvre parisino. El llamado siglo de las
luces nunca hubiese existido sin este impulso decisivo que recibió
durante los años precedentes y al que nuestro mundo tanto le debe.
Fuente: La ContraHistoria
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