Nuestra columnista de Viajes Jada Yuan irá a cada destino de nuestra lista de 52 lugares para visitar en 2018.
Esta entrega la lleva a Chile, donde explora una sección de la Ruta de
los Parques, un camino que conecta diecisiete parques nacionales de la
zona patagónica de ese país. Se trata del sexto lugar de la lista y es
la decimoprimera escala en el itinerario de Jada.
Tras conducir diez minutos por la carretera de terracería que parte por la mitad al Parque Pumalín,
al norte de la Patagonia, en Chile, tuve que estacionarme a la orilla
del camino. No se debió a un problema mecánico, sino a que estaba
maravillada con la belleza del paisaje. De un momento a otro, los densos
bosques habían dado paso a un lago rodeado de montañas; era un paisaje
de verdor ondulante bajo un cielo azul repleto de pintorescas nubes.
Unos
minutos después, me topé con otra escala obligada: se trataba de un
arroyo rocoso en el que abundaban las plantas de la especie Gunnera manicata,
también conocida como ruibarbo gigante; sus hojas eran tan grandes que
podían envolver por completo mis 1,67 metros de altura. Durante mi
estancia en Chile, había visto una o dos plantas de este tipo en el
bosque del parque Alerce Andino, la entrada
del extremo norte a la Ruta de los Parques (el alerce andino, también
conocido como lárice, es el imponente equivalente chileno de la
secuoya). Sin embargo, caminar entre estas plantas en abundancia, entre
montañas prístinas, era como adentrarse en una máquina del tiempo. “Es
como estar en el Parque Jurásico”, susurré, aunque no había nadie que me
escuchara.
Mi
viaje de 80 kilómetros hacia el sur a lo largo de Pumalín debería
haberme tomado una hora a lo mucho, pero requerí cuatro. Ese recorrido
sin prisa me llenó de una enorme dicha. No obstante, en dos meses y
medio de viajar en solitario, fue la primera vez que me sentí realmente
sola. No hay nada como gritar: “¡Esto es realmente hermoso!”, dentro de
un automóvil en el que no hay nadie excepto tú, para hacerte anhelar
estar en compañía.
La carretera austral
Desde
que vi la lista de destinos de mi recorrido de un año por los 52
lugares para visitar, la Ruta de los Parques me había emocionado: “¡Un
viaje en auto!”. Técnicamente, la “ruta” es el cambio de nombre
de una parte de la épica Carretera Austral de Chile, que se extiende
desde la ciudad industrial de Puerto Montt, en el norte, hasta el
angosto extremo sur del país. Como parte de ese relanzamiento, en enero,
el gobierno chileno firmó un acuerdo con la organización sin fines de lucro Tompkins Conservation; en total las autoridades ahora manejan 4,5 millones de hectáreas de áreas verdes públicas y privadas. La meta es crear una ruta de turismo de aventura de unos 2500 kilómetros única en el mundo.
Sin
embargo, hasta este momento, ese camino tiene gran variedad de
oportunidades, pero donde uno debe arreglárselas en tierras inhóspitas
de todo tipo. Claro que ese es justamente su atractivo. La carretera,
con amplios tramos sin pavimentar y en construcción, está repleta de
baches debido a las lluvias copiosas y constantes. Las gasolineras, al
igual que la señal del teléfono celular y la gente, escasean a medida
que uno serpentea entre las playas y los Andes, a lo largo de fiordos y
selvas tropicales.
La mayoría de los mochileros internacionales con los que me topé habían comenzado su viaje en el extremo sur, en Torres del Paine, la famosa sección de la ruta en la que abundan los glaciares. Con ayuda de la autora
de viajes Stephanie Dyson, elegí iniciar por el lado contrario (como lo
harían muchos chilenos que viajan desde Santiago) y aprovechar al
máximo mi tiempo en Pumalín,
un parque que anteriormente era privado y que el gobierno adquirió hace
poco como parte del acuerdo con Tompkins. También se puede acceder a la
ruta de manera relativamente fácil desde Puerto Montt, por la Carretera
Austral.
En
resumen, necesité nueve horas tan solo para llegar a la entrada del
parque; durante cuatro de ellas conduje por la impresionante franja
costera; en las cinco restantes estuve a bordo de tres ferris que cruzan
los fiordos. Lo volvería a hacer, exceptuando la parte donde el camino
de terracería desapareció y solo había una cuneta llena de lodo y rocas
que hacían sonidos espeluznantes al arañar el chasís de mi auto rentado.
Bajo el diluvio
Chaitén,
el pintoresco pueblo costero que sirvió como mi sede en el parque,
acoge a los mochileros que se dirigen a Pumalín y hacia el sur. Se puede
llegar por autobús y por ferri, aunque este último pasa con poca
frecuencia. Aunque abundan los hostales, mi alojamiento, el Hotel Mi Casa,
parecía ser un caso aparte: se trataba de un chalé ubicado al fondo de
una carretera boscosa que solo encontré después de pedirles direcciones a
unos niños que jugaban fútbol en las calles, que no tenían
señalizaciones. Si acaso hay un semáforo, no recuerdo haberlo visto.
Hace
diez años, este asentamiento tuvo que ser evacuado en su totalidad
cuando el volcán adyacente Chaitén hizo erupción de manera inesperada,
supuestamente por primera vez en más de nueve mil años. Los pobladores
fieles regresaron y reconstruyeron el poblado, pero todavía hay una
hilera de casas fantasmales y derruidas en la calle, muy cerca de las
montañas.
La
lava no causó la destrucción, sino un deslave de cenizas volcánicas
ocasionado por la lluvia, la que viví en carne propia como un diluvio
bíblico durante cuatro de mis cinco días en Pumalín. El nombre de
Chaitén se deriva del término “canasto de agua” en la lengua nativa de
los huilliche.
“¿Qué hacen cuando llueve así?”, pregunté a Federico Lynam, propietario del Hotel Mi Casa.
“Lo
mismo que hacemos todos los días”, dijo. “Trabajamos duro, hacemos
nuestras comidas. Si dejáramos de hacer algo porque llueve, nunca
haríamos nada”.
Un
día, mientras exploraba las casas abandonadas de Chaitén durante una
inesperada pausa en la lluvia, me encontré en un campo donde un caballo
café comía hierba ruidosamente al lado de una silla reclinable de piel
del mismo color que el caballo. Detrás había un edificio que se me hizo
como el sitio adonde uno iría si quisiera que lo mataran después del
apocalipsis. Las plantas de ruibarbo en el jardín de la fachada eran tan
inmensas que llegaban hasta el techo, como una colonia de plantas
carnívoras parecidas a Audrey II de La tiendita de los horrores.
Los muros cubiertos de grafiti, los barrotes azules en las puertas y
las ventanas rotas, además de las muchas habitaciones pequeñas con
muchos baños pequeños, parecieron confirmar que estaba deambulando por
una prisión abandonada.
Después,
volvió la lluvia, que caía a borbotones por los orificios en el techo
como si fuera un colador. No sentía miedo, solo frío. Publiqué un tuit,
básicamente para que el mundo después tuviera registro de dónde me
encontraba. Pasó media hora, que se convirtió en una hora más. La lluvia
no cedía y mi teléfono se quedó sin pila, mientras la luz del día
comenzaba a menguar.
Podía
ver mi automóvil a la distancia. El viento soplaba con tal fuerza que
el agua de lluvia se levantaba del pavimento en olas. Respiré hondo y
corrí. El agua se me metió por la nariz y mojó mis calcetines, que
tardaron días en secarse… y me reía. Me reía y corría. Ahí estaba el
auto, pero no abrí la puerta. Quería quedarme ahí, mojándome, asimilando
el momento.
Los amigos bajo el volcán
Decidida
a hacer por lo menos una caminata completa en lo que parecía iba a ser
un día sin lluvia, emprendí el ascenso y descenso de tres horas del
volcán Chiatén. No contaba con lo lejos que estaría ni lo escarpado que
sería. Un bosque de varas quemadas, que antes de la erupción de 2008
fueron árboles, se erigía por encima de los matorrales de helechos.
Caminaba a un ritmo tan lento que la gente que me había rebasado en el
ascenso me topó cuando ya venía de regreso. Me di cuenta de que no le
había dicho a nadie dónde me encontraba y de que llevaba días sin tener
señal en el teléfono. Todo lo que llevaba en la mochila era equipo
fotográfico, dos litros de agua y un paquete de salami.
Y
entonces regresó la lluvia, con tanta fuerza que caía de todas las
plantas como cataratas miniatura. Me pregunté quién se percataría de mi
ausencia (quizá mi madre) y cuánto tiempo tomaría encontrar mi cadáver.
Para
cuando llegué a la cima del volcán, luego de que había dejado atrás el
paisaje de cenizas y restos calcinados de los que alguna vez debieron
ser árboles de gran tamaño, habían transcurrido cuatro horas. Todo mi
equipo fotográfico había fallado al mismo tiempo. Una gélida capa de
nubes había entumido mis dedos… y todavía tenía que hacer el recorrido
cuesta abajo.
Una
silueta que llevaba una chamarra con gorra negra apareció entre las
nubes; dimos una vuelta alrededor del otro hasta que por fin le pregunté
si hablaba inglés o español. En respuesta, sonrió de oreja a oreja y
dijo: “Inglés”. Su nombre era Manuel Knoche, un berlinés de 33 años que
llevaba seis meses viajando. Él también se sentía un poco solitario y
había ido mal preparado: llegó pidiendo aventón al volcán equivocado,
luego caminó dos horas por la carretera para llegar a este y no tenía
idea de cómo regresar. Le dije que tenía un auto y que, si estaba
dispuesto a aguantar mi paso lento, con gusto lo llevaría de regreso;
accedió.
Las
nubes se dispersaron por un minuto y dejaron ver la cima de tierra roja
árida. Poco después regresaron, acompañadas de granizo.
En
el descenso, Knoche y yo tuvimos mucho tiempo para conversar. Él había
pasado sus veintes tocando la batería en diversas bandas de punk de las
que también era el mánayer. Se había tomado un año sabático de su empleo
como trabajador social. Para cuando descendimos la montaña, habíamos
hecho planes para cenar (en la rica Pizzería Reconquista
de Chaitén) y para seguir viajando juntos durante el tiempo que yo
estuviera en Chile. Voy a adelantarles el final: no hubo romance entre
nosotros, pero todavía intercambiamos mensajes de WhatsApp desde
distintos continentes.
Aunque
he de decir que: “Yo era periodista; él, un baterista alemán de rock
punk. Nos conocimos en una granizada en la cima de un volcán en Chile”,
suena como un gran inicio para una comedia romántica.
La estación de paso que se convirtió en mi hogar
Mis
excursiones por los parques en los que llovía constantemente fueron
espectaculares, pero me dejaron exhausta. Puerto Varas, una pequeña
ciudad al norte de Puerto Montt, fue el antídoto.
Esta población está ubicada junto al lago Llanquihue, el segundo
lago más grande de Chile, y ahí abunda la encantadora arquitectura
alemana. Me pareció una estación alpina de esquí que había sido
transportada como por arte de magia al lado de un lago. Abundan las
tiendas de ropa para montañismo (me compré botas para senderismo) y los
restaurantes deliciosos (vayan a Casavaldés, La Marca, Café Mawen y Mesa Tropera).
Algunos
consideran que la ciudad es algo burguesa, y lo es. También es
agradable y cosmopolita y tan amigable que me hizo sentir que podía
relajarme. No soy la única; conocí a una estadounidense de San Francisco
que había ido ahí para quedarse un año y se quedó muchos más. A su
padre le gustaba tanto estar ahí que compró una granja lechera que
estaba convirtiendo en una plantación de frutos secos. Había tomado un recorrido guiado
de todo un día hasta Alerce Andino desde ahí, antes de ir a Pumalín, y
convencí a Knoche de regresar conmigo para recorrer el resto de la
región de Los Lagos.
Ciertamente,
nuestra manera de viajar era distinta, pero admiré su capacidad de
levantarse cada mañana con una actitud optimista, al igual que su
disposición ante lo que pudiera depararle el día. En una ocasión fue a
caminar y regresó con un amigo, Lukas Lencak de Eslovaquia, a quien
había conocido antes cuando ambos estaban recorriendo Argentina como
mochileros. Lencak era un ingeniero de mantenimiento de 33 años que
había renunciado a su trabajo para viajar.
Como
nosotros, Lencak había llegado a Puerto Varas por capricho y no se
hacía a la idea de irse. Dos días se habían vuelto seis. “Es que es muy
agradable estar aquí”, dijo, haciendo eco de un sentimiento compartido
por todos. Los viajes de larga duración son un privilegio increíble con
ganancias estimulantes y efectos secundarios extenuantes. Hay que
aferrarse a los lugares y a las personas que te permiten darte un
respiro.
Consejos prácticos
No
se necesita un vehículo de tracción cuatro por cuatro para recorrer la
Carretera Austral, pero hay que prepararse para que tu auto rentado se
maltrate un poco, razón por la cual la mayoría de las empresas solicitan
un depósito de 1500 dólares que se paga con tarjeta de crédito (o
puedes optar por rentar una casa rodante en empresas como Wicked Campers,
que no incluye el regreso, como hizo una familia de Colorado a la que
conocí). Pide direcciones una vez que estés en el lugar y lleva mapas
físicos; no es posible ahí fiarse de Google Maps ni de la señal del
celular. Los ferris suelen ser la única forma de llegar en vehículo a un
parque. Reserva esos ferris con antelación y pon atención especial a los horarios. De igual modo, los autobuses tienen varias corridas y son asequibles.
Tal vez hayas escuchado sobre el vino chileno, pero la Patagonia es territorio cervecero (y de pisco sour). Comienza por la Cerveza Austral
y prueba todo lo demás. El mejor platillo que degusté fue en un
restaurante casero de nombre Cocinería El Comedor, en Chaitén, y fue un
sustancioso caldo de res con zanahorias y papas, llamado carbonada; fue
perfecto para esos días (casi siempre) lluviosos.
¿Es
tu primera vez en el norte de la región patagónica? No vayas a Puerto
Montt y dirígete a la tranquila ciudad ribereña de Puerto Varas. Toma un
recorrido guiado de todo un día por el Alerce Andino. Otro día, anímate a hacer el recorrido por tres lugares: el lago Todos los Santos
(un paseo en lancha barato de media hora), los Saltos del Petrohué y un
viaje en auto al atardecer hacia la cima del volcán Osorno (si sales
temprano alcanzarás a visitar los tres sitios). Todas las caminatas son
lo suficientemente sencillas para todas las edades: desde niños hasta
abuelos.
¿No eres muy adepto para las excursiones? El sendero de alerces
en el Parque Pumalín es una caminata sencilla por un bellísimo bosque
de esos árboles. Después, ve a las termas del Amarillo, un conjunto de
pozas de aguas termales en la selva tropical. Si vas cuando llueve,
serán aún más divertidas.
Fuente: https://www.nytimes.com