A cincuenta años de su muerte, Hannah Arendt sigue siendo materia de controversia. Si bien fracasó en su intento de limpiar la imagen de Heidegger y de explicar a Eichmann con el desafortunado concepto de “banalidad del mal”, también tuvo el genio de ver –en Los orígenes del totalitarismo– el sustrato criminal que compartían el nazismo y el proyecto soviético.
I. Del antisemitismo al imperialismo
Hannah Arendt (1906-1975) cumple cincuenta años de haber muerto en “tiempos de oscuridad”, lo cual estaba inscrito, al parecer, en su destino. Medio siglo después de aquel ataque cardíaco del 4 de diciembre de 1975, una nueva ola antisemita sacude el mundo, la solución a la cuestión palestina (que alcanzó a preocuparla) nunca pareció tan lejana y el totalitarismo, tanto en su variante leninista como en su tenor hitleriano, subsiste como una rémora ajena al exterminio, pero no por ello menos desesperanzadora, habiendo mutado en un populismo que corroe, desde adentro y con rapidez, a la mayoría de las democracias, empezando por la de los Estados Unidos, nacido, según la filósofa política judía y hannoveriana (aunque representante del cosmopolitismo berlinés), de la más virtuosa de las revoluciones modernas.1
Releer Los orígenes del totalitarismo (1951) en una nueva edición con unos “Concluding remarks”, “Reflections on the Hungarian Revolution” y todos los prólogos anteriores es confirmar que, junto a El segundo sexo (1949), de Simone de Beauvoir, el Archipiélago Gulag (1973), de Alexandr Solzhenitsyn y algún otro que el lector quiera agregar, es uno de los pocos libros cuya lectura y difusión definitivamente cambiaron al siglo XX. A la precisión de la prosa (no era el inglés la lengua materna de Arendt) y a una entrega a lo humano que nunca roza el sentimentalismo, se suma el desconcierto inicial, al mirar el contenido, pues relacionar el antisemitismo (según yo, una cultura), el imperialismo (una política de muy distintos matices históricos) y el totalitarismo (una ideología, según Arendt), pareciera sumar peras con manzanas. No sin virtuosismo y no pocas lagunas y maromas, Arendt logra, página tras página, hacer legible una narrativa que puede ser, sin duda, considerada muy discutible dadas las bibliotecas escritas desde entonces (y en buena medida gracias a ella) sobre el totalitarismo. A veces, hay párrafos escolares habida cuenta de que estamos ante una filósofa debutando como historiadora, información errática o de plano falsa, pero sería hasta impío rechazar el libro por aquello que acaso sea una de las dos principales cualidades, la virtud de haber sido, en su género, el primero por su importancia universal y clásica.
La primera parte dedicada al antisemitismo, un poco menos que la segunda, ofrece información que el lector avezado conoce muy bien, pero que en 1951, en una posguerra que empezó con Jean-Paul Sartre y sus Reflexiones sobre la cuestión judía (1946), el existencialista francés (a quien Arendt más tarde atacaría por su elogio de la violencia anticolonial) exigía discutir el exterminio de los judíos, de lo cual nadie quería hablar, sumados sin mayor reflexión a la barbarie nazi, y a veces, ni eso.
“El antisemitismo, lejos de ser una misteriosa garantía de la sobrevivencia del pueblo judío, ha sido la amenaza permanente de su exterminio”,2 dice Arendt y de allí se sigue sobre la historia, sobre todo la moderna, de los judíos como una clase o casta ajena a los primeros Estados nacionales europeos, a veces paradójicamente privilegiados por las muchas actividades que les estaban prohibidas, en otras ocasiones tolerados o frecuentemente perseguidos. La inexistencia –entonces inconcebible– de un Estado judío llevaba a las comunidades a amistarse o ponerse a disposición de distintos y no pocas veces antagónicos soberanos: en 1848, tras la revolución, los famosos Rothschild pasaron de servir a Luis Felipe y luego a Napoleón III, sin ninguna dificultad. Aliarse a la autoridad era la garantía que el judío de Corte le ofrecía, para sobrevivir, a su comunidad.
La Guerra de los Treinta Años (1618-1648) había hecho resurgir al judío como usurero, precisamente por su amplia distribución geográfica, y del siglo xviii a la Gran Guerra –a pesar del caso Dreyfus– la integración de los judíos a las sociedades burguesas parecía uno de los grandes logros del XIX. Cuando el antisemitismo nazi emergió con fervor, los más indignados eran los judíos que habían sido honrados como veteranos de 1914-1918, lo mismo que sus descendientes, hijos de héroes de guerra.
En qué momento, se pregunta Arendt, un prejuicio social como lo era el antijudaísmo cristiano (en cuyos orígenes se adentrará un Léon Poliakov desde 1955 con su monumental Historia del antisemitismo) se convirtió en un argumento político. Dramáticamente ese proceso corre paralelo a la, en apariencia, exitosa integración de los judíos como individuos en la Europa occidental, de la cual es ejemplo –según Arendt– Karl Marx, quien compartía (e hizo público) un antisemitismo común a la mayoría de los alemanes, confiado en que, como resultado de la batalla entre el Capital y el Trabajo, vendría la completa asimilación.3
Los obreros, según los socialistas judíos del XIX, eran los menos antisemitas, ocupados como estaban luchando contra el capitalismo: la mayoría de ellos no vivieron para ver nombrado, al de Adolf Hitler, como Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Antes de ello, la asociación de los judíos con la Primera Internacional y otros movimientos revolucionarios alemanes cerró la pinza antisemita: el “judío representativo” y abominado era una moneda de dos caras: Marx y Rothschild. Curiosamente esa duplicidad se le ocurrió primero al judío Benjamin Disraeli, escritor antes que primer ministro tory de Su Majestad británica.4
El antisemitismo moderno, según leemos en Los orígenes del totalitarismo, está asociado al nacimiento de los partidos políticos. En Alemania, en Austria-Hungría, en Francia, esas organizaciones fueron creadas para acoger al nuevo proletariado industrial y a unas clases medias cada vez más vastas. No es extraño así que naciera, también, con el sionismo, “el partido judío”, cuyo primer congreso, el de Basilea, fue en 1897.
El clamor por el Estado del bienestar –logro involuntariamente mancomunado de Otto von Bismarck y de la socialdemocracia alemana hacia 1880– requería responsabilizar de la pobreza creada por la industrialización a los judíos ricos por excelencia, los banqueros, y en el campo, a los junkers. Que gran parte de la izquierda sea hoy día antisemita no es novedad. En el siglo XIX, explica Arendt, ser de izquierda y antisemita era normal y de buen tono, como hoy lo es ser propalestino y antineoliberal. Lo prueba Édouard Drumont, el autor de La France juive (1886) y director de La Libre Parole, el popular periódico antisemita, que elegido diputado por Argel se sentaba a la izquierda del Hemiciclo, como era de esperarse en un amigo de los trabajadores y en un enemigo del Gran Dinero.
En la formación de los partidos antisemitas tuvo gran importancia, en Alemania, el pangermanismo, y en Rusia, el paneslavismo. Los “pan-movimientos” (así los traduce Guillermo Solana en la edición española al uso de Los orígenes del totalitarismo)5 encauzaron el furor nacionalista, casi siempre antisemita. La eficacia del mensaje antisemita iba en correlación con la baja escolaridad, absoluta en el campo, donde no había judíos (impedidos de trabajar la tierra), porque el antisemitismo no necesita de judíos para expandirse: nada más fácil de crear que un enemigo imaginario, sin nación, sin raíces y, antes de las caricaturas nazis, indistinto al resto de la población. Lo dijo Poliakov, no Arendt: la mentalidad cristiana, acostumbrada a ser prevenida en las iglesias contra la mutabilidad engañosa del diablo, hizo del judío su encarnación perfecta. El Mal, dicho sea de paso, nunca es banal.
El antisemitismo francés –el cual los historiadores judíos del hexágono aún consideran el primero y el más influyente, en una competencia un tanto obscena con sus colegas alemanes y rusos– se daba, dijo Arendt, en condiciones perfectamente modernas, las de un Estado nación hecho y derecho. Tan violento como fue durante el caso Dreyfus (1894-1906) y habiendo encontrado su propio Estado en la Francia de Vichy en 1940, el antisemitismo francés padecía de no ser un pan-movimiento con reivindicaciones supranacionales, a pesar de que contaban con Louis-Ferdinand Céline, según Arendt, el antisemita favorito de los nazis, por haber sido el primero en pedir el asesinato de judíos en Bagatelas para una masacre (1937). En 1940 (eso no lo subraya Arendt), Francia entera se dividió y teniendo la mayor comunidad judía de Europa occidental, al menos el 75% de los judíos franceses se salvó del exterminio, porque muchos de sus conciudadanos los protegieron, haciendo honor a la emancipación decretada por la Asamblea Nacional en 1791. Otros franceses, ya se sabe, los entregaron, jubilosos, a los alemanes.
Hubo, señala Arendt en Los orígenes del totalitarismo, “una edad dorada de la seguridad”, en palabras de Stefan Zweig, entre el caso Dreyfus y la Gran Guerra, en que los movimientos antisemitas en Europa Occidental parecieron tocar su techo y normalizarse dentro de las democracias y las monarquías, a pesar de que el “antisemitismo político” creció porque los judíos, pese a la asimilación, permanecieron como un cuerpo social separado, entre el paria y el parvenu. En el mejor de los casos, los judíos ilustrados crearon un “gueto invisible”, lo cual para Arendt –más comunitarista que liberal– hizo que la asimilación no diese lugar a la desaparición de los judíos, opinión “antisemita” que le fue reprochada en el crudo debate tras Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal (1963).6
El “boleto de admisión” al mundo de los gentiles, que tan caro le salió a Heinrich Heine, no era el aplauso para los “judíos geniales”, sino la duplicidad antisemita de los gobiernos: exaltar a personajes excepcionales pese a ser judíos y negarse a darles derechos no solo cívicos (vigentes en lo que sería Alemania desde 1808), sino también políticos. Escapar mediante la conversión al catolicismo o al protestantismo resultó, como lo demostraron las leyes de Núremberg, solo posponer la tragedia. Obviamente, como sigue siendo frecuente entre los académicos franceses y anglosajones, Arendt probablemente ignoraba que fue la Inquisición española, con las heréticas pruebas de limpieza de sangre, la abuela del exterminio nazi.
Por esta primera parte de Los orígenes del totalitarismo desfilan, como es natural, Walter Benjamin y Marcel Proust, coqueterías literarias que le fueron criticadas. Lo mismo ocurrió con su creencia en que el repertorio del caso Dreyfus bien podía venir de La comedia humana, de Honoré de Balzac, o usar a Joseph Conrad al hablar del imperialismo.7 No se olvide que el caso Dreyfus es contemporáneo de la separación de la Iglesia y el Estado en Francia. El episodio, para beneficio de Charles Maurras y la posterior Acción Francesa, volvió al antisemitismo la bandera del ejército y del clero. Terminando esa primera parte de Los orígenes del totalitarismo, que narra acontecimientos ya conocidos, queda la impresión de que hemos leído una breve historia del antisemitismo en la Europa ilustrada.
Salvo alguna mención a los pogromos, es evidente que fuera del panorama de la ilustre judía cosmopolita avecindada en Chicago y Nueva York estaban, totalmente, los judíos del Este, las principales víctimas en número del Holocausto, dada la “necesidad vital” del racismo nazi de expandirse hacia Rusia, contra los eslavos. La ignorancia, propia del intelectual cosmopolita, de esos “parientes pobres” le fue acremente reprochada, empezando por las cartas de su amigo Gershom Scholem, en medio de las discusiones en torno a la “banalidad del mal”, uno de los conceptos más publicitados y desafortunados que filósofo alguno haya concebido.
La parte más débil de Los orígenes del totalitarismo es, sin duda, la dedicada al imperialismo, por razones conceptuales, que Arendt adivinó y por haber sido escrita antes de las guerras de Argelia y Vietnam, que crearon, en Occidente, un sentimiento de culpa no siempre correctamente resuelto (al cual Arendt se muestra ajena aunque para ella solo los occidentales fueron “imperialistas”) y, a la vez, denota la ausencia de la bibliografía producida por los descolonizados, para empezar.
A pesar de que sus caracterizaciones de los imperios helénico o británico son útiles (otra vez el Imperio español brilla por su ausencia), el apartado entero es un homenaje a Thomas Hobbes, como inventor del leviatán imperialista. Me llamó la atención lo cercana que estaba Arendt de un olvidado panfleto de Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916), a cuyo baremo marxista la filósofa suele ajustarse cuando le es necesario.
También Arendt entiende que la noción pseudocientífica de “raza”, utilizada contra las víctimas africanas o asiáticas del imperialismo decimonónico, fue utilizada por los nazis a la hora de clasificar y exterminar a los judíos. Lo que a ella finalmente le interesa es el imperialismo en tanto que racismo, para fortalecer la pieza maestra del libro, la siguiente, dedicada al totalitarismo, partiendo del ensayo fundador del conde de Gobineau, de 1853, sobre la desigualdad de las razas humanas. Señala, además, a Ernest Renan como el primero en oponer a los “arios” contra los “semitas”, agregando el peso del darwinismo social. Aclara que el autor de El origen de las especies (1859) se habría escandalizado del uso de la selección natural, diseñada para comunidades biológicas, en las sociedades humanas.8
El imperialismo que realmente le importa a Arendt –aunque su mención a la guerra de los bóeres es notable junto a su retrato de Cecil Rhodes, mientras que el genocidio belga en el Congo, entonces poco documentado, apenas la distrae en una nota al pie– es el “imperialismo continental”, es decir, el padre de los pan-movimientos, tanto el nazi como el bolchevique.
Según Emmanuel Faye, en Arendt et Heidegger. La destruction dans la pensée, aquí Arendt escamotea la empresa colonial alemana tras la reunificación de 1871, notablemente en África.9 Fue la historia de cómo un nacionalismo tribal, merced a la decadencia de los Estados nación tras la Gran Guerra, se volvió un totalitarismo ávido de expansión territorial. Aquí aparece otra hipótesis polémica, la del mesianismo judío, tesis favorita de Martin Heidegger: ¿No fueron los judíos el imperturbable “pueblo elegido”? ¿No fueron ellos quienes trajeron “el principio de la raza” a la conversación? ¿No fue acaso ese pueblo sin nación, apátrida, incapaz de perder su identidad a pesar de todos los pesares, un ejemplo a seguir por los pangermanistas y los paneslavófilos, huérfanos junto a los oceánicos imperios occidentales? Ello haría responsables a los judíos, como creía Heidegger, por su fanatismo racial, de su Holocausto.10
Hay una Hannah Arendt para la derecha –yo creo recordar en una universidad libertaria de Guatemala un mural de estilo izquierdista donde aparecían Hayek, Von Mises y Arendt como Lenin y Mao en las vecinas universidades de obediencia marxista– y otra para la izquierda, lo cual habla de la fecundidad de su pensamiento. Limitándose a la naturaleza genocida de los imperialismos –porque su variedad no da para el concepto unívoco propuesto en Los orígenes del totalitarismo–, Arendt no puede ocuparse de los imperialismos no europeos ni decir que el colonialismo británico no solo hizo un desastre en el Medio Oriente, cuyas consecuencias aún padecemos, sino que legó a la India, la nación más poblada del planeta, un sistema democrático hoy radicalmente amenazado por Narendra Modi, discípulo inesperado del totalitarismo. Es una verdad a medias aquella denuncia del poeta de lengua francesa Aimé Césaire de que el nazismo, después de todo, era lo que África había sufrido, décadas atrás, en manos del colonialismo.
II. La escudera de Heidegger
El siglo XXI ha visto fracasar estrepitosamente los denodados esfuerzos por desnazificar a Heidegger (1889-1976), amante, maestro y amigo de Hannah Arendt, a quien, tras ciertos titubeos después de la Segunda Guerra Mundial, le bastaron unas visitas en 1950 para convertirse en fiel escudera del filósofo y garante de su reinserción en la academia internacional, defenestración en curso que pone en solfa, a cincuenta años de su muerte, la desesperada empresa de Arendt.11
Así lo quiso el propio Heidegger al proyectar la publicación póstuma de los Cuadernos negros en 2015, una teogonía del nacionalsocialismo para quien quiera entenderlos, y el conocimiento, a principios de siglo, de los apuntes de sus seminarios para estudiantes de 1933-1934, una verdadera nazificación de su filosofía. No me consta, empero, que vulgares expresiones antisemitas hayan sido censuradas del cuerpo de cincuenta tomos de la edición integral de su obra. Obviamente, en el galimatías heideggeriano, cazurro como era el filósofo, pueden hallarse metáforas interpretables como antitotalitarias.
Que Heidegger fue un orgulloso militante del partido nazi hasta que las bombas disolvieron a este último en abril de 1945 ya se sabía. Que los nazis encontraran incómodo a un pensador excepcional que renunció a la rectoría de la Universidad de Friburgo y fue sustituido con cualquier otro burócrata es cierto, pero no lo es menos que Heidegger fue un admirador de los demagogos del régimen. Como exrector continuó persiguiendo a los detractores, judíos o no, desafectos al nazismo. Los Cuadernos negros prueban, de manera categórica, que no había en el alma ni en el pensamiento de Heidegger espacio alguno para disculparse por su silencio ante el exterminio de los judíos europeos, pues lo consideraba el resultado lógico de la dominación planetaria de la técnica. La discusión de si el antisemitismo de Heidegger solo era teórico y no racial queda desmentida por los Cuadernos negros.
Richard Wolin, en Heidegger in ruins. Between philosophy and ideology (2022), cuenta la desbandada entre los heideggerianos oficiales tras la publicación de los Cuadernos negros (los que quedan, aquellos que insultaron al pionero chileno Víctor Farías, con argumentos racistas, se esconden bajo las mullidas alfombras de Saint-Germain-des-Prés) y da un muestrario de las opiniones del filósofo que justificó el Holocausto mediante la “technology critique”. A saber: orgullo nietzscheano por los principios bárbaros del nacionalsocialismo, definición de este como “única salvación para el más metafísico de los pueblos”; la “total exterminación de la judería mundial”, de sustancia racial, “es la única posibilidad de salvar al Ser”; “al dejarse matar” los judíos han demostrado ser incapaces del principio escatológico del “ser-para-la-muerte”, de modo que sus muertes son inauténticas, por ser industriales, no singulares; desde 1929, de acuerdo con Carl Schmitt, pidió Heidegger la destrucción de los judíos, esos “semitas nómadas”, en tanto que el “enemigo interno” a vencer.12
Fabricar cadáveres, concluyó, equivalía a la modernización agrícola. Que si fue leal o desleal (esto último fue lo más frecuente) con maestros y amigos judíos es insustancial. Así como el arquitecto Albert Speer, condenado a veinte años de cárcel en Spandau, fracasó en su intento de presentarse como el “nazi bueno”, Heidegger, pese a las piruetas de Arendt, no fue ni un ignorante en política ni un nacionalista trasnochado ni un campesino que no veía más allá del bosque del Ser. Fue un filósofo nazi, así como Bertolt Brecht fue un escritor comunista. Punto y aparte.
Emmanuel Faye, en Arendt et Heidegger. La destruction dans la pensée, hace un esfuerzo descomunal, satisfecho con la mala fe propia de la supuesta superioridad moral de la izquierda, no solo en reiterar la evidente naturaleza totalitaria de los Cuadernos negros, sino en explicar cómo la actitud de Arendt ante los judíos, el Holocausto y la banalidad del Mal atribuida a Adolf Eichmann son consecuencia de su fidelidad al legado de Heidegger. No se trata de sacar a la política de sus vidas sino, al contrario, de introducir su filosofía en el acontecer histórico y teórico del nacionalsocialismo.
Vamos por partes porque el asunto es arduo. En primer término, Faye resalta una reseña de Arendt sobre el Livre noir: le crime nazi contre le peuple juif (1946), denuncia apadrinada por Albert Einstein y en la que participó, por el lado soviético, nada menos que Vasili Grossman; una obra que pronto fue destruida al iniciarse lo que hubiera sido un segundo Holocausto, en la urss, de no haber muerto Stalin. Arendt, según Faye, intenta “desjudaizar” los campos, diciendo que de no haberse cebado con los judíos, lo hubieran hecho con cualquier otro pueblo, que era el típico argumento soviético al respecto.
En octubre de 1980, fui llevado a conocer el campo de Mežaparks, cercano a la ciudad de Riga, donde los guías, miembros de la Juventud Comunista de la urss, no mencionaron a los judíos entre los victimados ahí y se conformaron con decir que en el lugar se habían cometido crímenes contra el pueblo ruso (estábamos en la Letonia sovietizada). Arendt, en 1946, no distingue, como lo hace Grossman, entre los campos de concentración y los campos de exterminio, indiferenciación que, según Faye, persiste en Los orígenes del totalitarismo. Altos jerarcas como Speer, que por ello salvaron el pellejo, tuvieron el cinismo de decir que conocían los primeros, pero no los segundos, que a veces estaban situados algunos kilómetros más allá del campo principal.
Arendt, por supuesto, reconoce la realidad de los campos de exterminio, pero incurre, según Faye (premisa que ha sido la línea de flotación de los argumentos de un Giorgio Agamben), en el riesgo de afirmar que allí todos perdían su humanidad, sin hacer distinciones entre las víctimas y los verdugos, lo cual es consecuencia de la visión heideggeriana de la modernidad, en la que la tecnificación del mundo ha desprovisto al hombre de su ser, volviendo amorales y superfluos todos sus actos e indiferenciados las víctimas de los verdugos, unas y otros unidos por una “igualdad monstruosa sin fraternidad y sin humanidad”, como dijo Arendt en aquella reseña de 1946. Tempranamente, alguien que no podía ser sino un liberal como Raymond Aron encontró a madame Arendt “fascinada por los monstruos que ella le ha prestado a la realidad”.13
Igualmente, observar a los campos como “laboratorios” de la dominación totalitaria ha sido visto como otra deshumanización de las víctimas.14 El exterminio nazi produjo millones de muertos, no “fabricó cadáveres”, como si la humanidad entera, tras Auschwitz, se hubiera poblado de Frankensteins, despojando al mundo de todo sentido. La reacción fue equívoca pero natural tras el gulag y el Holocausto, que como veremos al releer la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo fueron, para ella, el infierno y el purgatorio del siglo XX. No entraré a discutir la moralidad de esa gradación dantesca.
A diferencia de Grossman, Arendt no dice una palabra, según Faye, de la revuelta de los Sonderkommandos, los prisioneros encargados de la vigilancia de unas víctimas a las cuales tarde o temprano acabarían por someterse. El 2 de agosto de 1943 se rebelaron en Treblinka. Sobrevivieron unos cuarenta para contárselo al entonces periodista soviético y Arendt lo oculta pues pone en duda su tesis de la pretendida pasividad del pueblo judío ante el Holocausto, lo cual, nos recuerda Faye, es otra herencia de Heidegger: los modernos –y muy especialmente aquellos acusados, como los judíos, de haber inventado la técnica– son, propiamente hablando, unos escuálidos desalmados.15
El siguiente argumento de Faye involucra la exculpación de las élites hitlerianas de los crímenes del nazismo. Herederos del “romanticismo político” historiado por Schmitt, el filósofo, e intelectuales como Ernst Jünger, el teólogo Gerhard Kittel, el sociólogo Hans Freyer o el historiador Walter Frank eran hombres torturados y desencantados ante el fracaso de la modernidad, víctimas del nihilismo que se había adueñado de Europa gracias al judaísmo internacional y antisemitas por “desesperación”, lo cual, además de ser un punto particularmente ridículo, sería una contradicción de la propia Arendt.
Ella sostenía, a diferencia de Raul Hilberg (el autor de La destrucción de los judíos europeos, de 1961), que había una solución de continuidad entre el antijudaísmo cristiano y el antisemitismo nazi, lo cual vuelve insostenible (o pecaminosa) la indiferencia del católico Schmitt y del protestante Kittel ante los crímenes nazis. En el totalitarismo, basado en el provecho que sacaba de la absoluta deshumanización de la muchedumbre (the mob), era inconcebible, según Arendt leída por Faye, que estos románticos heridos e hipocondríacos compartiesen la bestialidad del resto del género humano.
Es falso, empero, que Arendt haya concluido que el nacionalsocialismo, a fin de cuentas, había sido solo un monstruoso “movimiento mafioso”, como algunos han dicho para exculparlo de contar con ideólogos: Los orígenes del totalitarismo lo desmiente al estudiar las similitudes entre los partidos totalitarios y las sociedades secretas. Si bien Los protocolos de los sabios de Sion, el libelo antisemita obra de la policía zarista, fue tremendamente influyente –para empezar, en Hitler–, atribuir el Holocausto a su eficacia es un disparate. Tampoco estuvo de acuerdo Arendt con Eric Voegelin (quien vivió su episodio nazi antes de emigrar) y su teoría de Las religiones políticas (1938). Para ella, el origen del totalitarismo era secular, ajeno al esoterismo y a la fe; uno y otro distractores útiles pero efímeros.
A estas alturas de Arendt et Heidegger. La destruction dans la pensée, Faye presenta a Arendt como una filósofa hostil a la Ilustración, chica lista que para cuidarse las espaldas gustaba de citar a Ludwig Feuerbach o a Rosa Luxemburgo para llamar la atención en la izquierda, siendo casi una revolucionaria conservadora al estilo de 1930, como Jünger o Ernst Niekisch, admiradores de Heidegger. Un punto de vista bastante pobre y esquemático para quien, en pocos años, desestabilizaría la historia intelectual del siglo XX con Los orígenes del totalitarismo, digo yo. Faye se protege con la admiración arendtiana por Rahel Varnhagen (1771-1833), la judía ilustrada cuya biografía escribirá Arendt en 1958. Para presentarla como una cripto-antisemita, como tantos la consideraron tras el juicio a Eichmann en Jerusalén, Faye cita a Varnhagen: “En una sociedad que es, en general, antisemita –lo cual vale para todos los países en donde viven los judíos en nuestro siglo– solo se puede asimilarse, asimilándose al antisemitismo.”16
En ese momento, Faye acusa a Arendt de tomar el partido francés en la disputa sobre quiénes “inventaron” el antisemitismo moderno, quitándole responsabilidad a la historia intelectual alemana. Un poco como hizo Ernst Nolte en la disputa de los historiadores en 1987, al decir que el nazismo fue una reacción histérica al peligro bolchevique, pareciera que un Richard Wagner o el propio Heidegger no existieron para Arendt. En nombre del conde de Gobineau, tal pareciera que ella absuelve a los alemanes de su propio antisemitismo, notorio y pertinaz desde J. G. Fichte, como lo prueba la propia Varnhagen.17
Ante el imperialismo o la doctrina de la raza, y aquí Faye tiene razón, vemos otra vez bascular a la filósofa entre la derecha y la izquierda, lo cual vuelve tan impresionante, insisto, su pensamiento: como ya lo había notado, para regocijo de los Alain Badiou, cuando Arendt no se puede apoyar con firmeza en la historia de las ideas, recurre a los modelos socioeconómicos del leninismo. Pero la concepción “exclusiva y aristocrática” de la igualdad política, en efecto, viene de Edmund Burke contra 1789, dice Faye con razón; lo que ignoro es si, por esa apelación a los derechos de la comunidad sobre las libertades individuales, calculó el riesgo de pasar por cripto-antisemita. Véase su controvertida posición ante los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos, desde “Reflexiones sobre Little Rock” (1957) hasta su rechazo absoluto del Poder Negro en los últimos años de su vida. Por experiencia, decía, la integración de los segregados no puede hacerse gracias a un ucase liberal.18
Si Heidegger fue, gracias a los cursos del invierno de 1933-1934 y a la publicación prevista por él de los Cuadernos negros, cincuenta años después de su muerte, el autor de una doctrina del exterminio, como lo sostiene Faye y no es difícil estar de acuerdo con él, Arendt sería cómplice más o menos involuntaria de esta empresa, pues desconocía la envergadura metafísica del antisemitismo de su maestro, quien compartía con Jünger –que no fue miembro del partido nazi y se “refugió” en la Wehrmacht marcando distancias con una ideología que él contribuyó a forjar– aquello de que “ser judío es no ser”.19
Faye objeta el amor de Arendt por la literatura y es puntilloso a la hora de hacer de Arendt una réplica de Heidegger. Si ella habla de “abismo” o “diluvio” a la hora de externar su horror ante el Holocausto, se le acusa de desnaturalizar mediante metáforas el genocidio nazi, reducido a una empresa impersonal, lo cual es una exageración perniciosa.
El Heidegger leído póstumamente en el siglo XXI acaba de explicar “la banalidad del mal” propuesta por Arendt a la hora caracterizar al genocida alemán colgado en Jerusalén el 1 de junio de 1962. Enviada a cubrir el proceso por The New Yorker, Arendt nunca discrepó de la merecida sentencia de muerte dictada contra Eichmann, nacido en Solingen, Alemania, en 1906, el mismo año que la filósofa. Ella ignoraba, al parecer, que lejos de ser un funcionario que cumplía órdenes, argumento que nutrió su defensa legal, el Obersturmbannführer ss Eichmann fue un antisemita convencido y militante, un cruel asesino de judíos, como lo prueba la documentación reunida hasta la fecha. Como periodista, lo menos que puede decirse de la autora de Eichmann en Jerusalén es que su trabajo fue pésimo: la filósofa quedó encantada con su novedoso concepto metafísico y, al parecer, llevó con el mismo estoicismo con el que defendió a Heidegger esa polémica, debido a la cual perdió muchos amigos, pero la volvió célebre, rebasando el pequeño mundo de los intelectuales de Nueva York.
Arendt no investigó. Se dejó llevar por la premura. Puede argumentarse a su favor lo extraordinariamente escurridizos que resultaron los nazis, a la hora de la derrota, no solo Eichmann, sino un Kurt Waldheim, quien llegó a ser secretario general de la onu y tantos otros criminales de guerra, escondidos en América del Sur o reclutados por los servicios de inteligencia aliados como una especie de “testigos protegidos”.
La biografía esencial de Eichmann, obra de David Cesarani, titulada Becoming Eichmann. Rethinking the life, crimes, and trial of a “desk murderer” (Eichmann. His life and crimes), no apareció hasta 2006. Pero los críticos de Arendt replican que, ante la necedad filosófica, como frente a cualquier otra, no puede hacerse gran cosa. Además, por más cruel que fuera personalmente Eichmann, ello no despojaría “ontológicamente” a sus crímenes de su banalidad. Aún más horrible es la confusión –festejada por Heidegger en los Cuadernos negros de 1941– de hacer de los “consejos judíos” organizados por los nazis una prueba de “la ‘autoexterminación’ programada por el adversario que representa ‘el acto más alto de la política’”.20
Benjamin Murmelstein, el último consejero judío del campo de concentración de Theresienstadt y testigo de la furiosa participación de Eichmann en la Noche de los Cristales Rotos, no fue llamado a declarar en el juicio y, pese a ello, fue difamado por Arendt, según Faye.21 Si el Mal es banal, todo es admisible, y es aquí donde maestro y discípula encuentran la continuidad en el pensamiento: si Heidegger había sido antisemita por desesperación ante el mundo técnico, ajeno al Ser, creado por la judería internacional, lo cual lo volvía irresponsable, como si fuera un neurótico romántico, por qué Eichmann, un verdugo, habría de tener conciencia de sus crímenes cuando el mundo había sido devorado por el nihilismo: el pensador apolítico y el “ejecutante sin motivo ni pensamiento” fueron víctimas de la misma modernidad, tan desoladora.22 Un heideggeriano francés, Jean-Luc Nancy, se quiso hacer el gracioso al titular Banalité de Heidegger (2015) su comentario del asunto.
III. La segunda virtud de Los orígenes del totalitarismo
La explosión a control remoto planeada por Heidegger para 2015 tuvo acaso su principal víctima en Hannah Arendt, sin duda la más importante y creativa de sus discípulos. Fracasó como escudera y, más que pasarse de lista, quedó como una ingenua. Hans Jonas, que tanto quería a Arendt, lamentó su admiración por Heidegger y su tesis de la banalidad del mal, pero exculpó a su amiga, diciendo que padeció de la ceguera del amor, desde los años veinte hasta su discurso en honor de su maestro en 1969, cuando el autor de Ser y tiempo cumplía ochenta años. Faye cree que ese amor fue un amor genuino por una persona, pero, sobre todo, amor por una filosofía destructiva, denodadamente antisemita y del todo inhumana, la heideggeriana, la cual casaba con el aristocratismo y el elitismo comunitario de Arendt.
Sea como fuese, queda cerrar con la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo, la que asegurará, en mi opinión, la posteridad de la filósofa. Por más precisa y esclarecedora que sea la descripción de Arendt del nacionalsocialismo como ideología del terror racial, poco de lo publicado en Los orígenes del totalitarismo, en cuanto a la Alemania de Hitler, se ignoraba en 1950, aunque hacerse de la vista gorda ante el sacrificio de millones de judíos fuese una tentación, al menos hasta 1968.
El genio de Arendt, la segunda virtud de su libro, fue equiparar a la Alemania de Hitler con la urss de Stalin. Recuérdese que en 1950 al dictador soviético le quedaban aún tres años de vida y la respuesta a su victoria en 1945, con todo y foto fabricada de los soldados rusos ondeando la hoz y el martillo sobre las ruinas del Reichstag, fue brutal. El inmenso sacrificio del pueblo ruso –el ejército soviético arrasó Alemania cometiendo, a su vez, crímenes de guerra abominables como la violación de miles y miles de mujeres– le fue pagado con una crueldad inaudita. Si entre 1939 y 1941 ambos dictadores se complementaron intercambiando refugiados políticos, entregados los comunistas alemanes a Hitler y los rusos blancos a Stalin, tras 1945 “el padre de los pueblos” llenó el gulag de soldados victoriosos que habían entrado en contacto, como libertadores, con el contaminante mundo del capitalismo. Si durante “la gran guerra patria” hizo disminuir, por razones tácticas, el Terror, en la segunda posguerra, so pretexto de la Guerra Fría y del disenso del mariscal Tito en Yugoslavia, Rusia pareció regresar a 1937, cebándose contra los disidentes reales o imaginarios que dirigían los países anexados al Imperio soviético gracias a los acuerdos de Yalta, que Arendt no duda en equipar con los de Múnich en 1938. Y Stalin, ya se consignó, preparaba un segundo Holocausto.
Había libros precursores del análisis del totalitarismo nazi (señaladamente Behemoth, de 1944, de Franz Neumann) y no pocos, venidos de los disidentes trotskistas sobre la naturaleza de la urss (Bruno Rizzi, James Burnham), pero nadie como Arendt había unido ambas mitades, con un término, “totalitarismo” (al parecer de origen italiano, obra de los adversarios de Benito Mussolini), que llegó para quedarse y que aún causa escozor entre los neocomunistas.
Siendo pobre la información que Arendt tenía de la urss, en comparación con la proveniente de la Alemania nazi, su esfuerzo, al diferenciar ese nuevo poder de las antiguas tiranías, fue decisivo. Dijo que los regímenes de Franco y de Mussolini no eran totalitarios, ni tampoco los gobiernos títeres dispersados por los nazis en la Europa invadida, pues el totalitarismo implicaba, a diferencia de la mera tiranía, despojar de humanidad a sus súbditos, tesis que casa, desde luego, con su idea de los judíos bajo el nacionalsocialismo.23
Nadie antes que ella había comparado la Noche de los Cuchillos Largos de 1934 –en que Hitler se deshace de Ernst Röhm y sus sa– con los procesos de Moscú de 1936, ni el cultivo de un enemigo imaginario –los judíos, los trotskistas– como una necesidad permanente de movilización no de las clases (sujetos políticos propios de los Estados nación) sino de las masas, a las cuales juzgaba –según la prosapia heideggeriana– desprovistas, por la técnica, de su alma. Incluso, si Los orígenes del totalitarismo únicamente hubiera estado dedicado a la Alemania hitleriana, Arendt sería hoy día, solo y para mal, una discípula de Heidegger. Haciendo la enorme apuesta política de identificar a Stalin con Hitler, Arendt le daba sentido a los derechos humanos de la Revolución francesa y a la democracia liberal occidental, que no eran sujetos particularmente apetitosos para sus intereses teóricos.
Aunque solo cita una vez a Max Weber, Arendt creía que el éxito totalitario venía de que aquellos países se sustentaban en una burocracia a la cual podemos apellidar como “banal”, es decir, al servicio de cualquier amo. Deshecha la República del Weimar, el Tercer Reich recuperó a los burócratas del Segundo Reich, mientras que Lenin conservó la burocracia zarista. Y a diferencia de los trotskistas, Arendt no exculpó a Lenin (de hecho lo ve menos como un marxista que como un estadista genial en la estirpe de los príncipes maquiavelianos) ni acusó a Stalin de “traicionarlo”: Lenin era una de las posibilidades del desarrollo totalitario del poder soviético, según ella, aunque hoy es consenso creer que Stalin solo aplicó el leninismo en dimensiones colosales.
Arendt desecha la solución tomista aún vigente entre los nostálgicos del comunismo de que el “accidente” estaliniano no afecta la “sustancia” leninista o marxista. Se trata de un fenómeno, el totalitarismo, nuevo en la historia y propio del siglo XX, con los mecanismos para triunfar lo mismo en una sociedad educada, como la alemana, que en un país como Rusia, con una exigua pero activa clase obrera, una burguesía insignificante y una inmensa masa de campesinos analfabetos.24
Arendt, además, compara el Holocausto con la destrucción de los miles y miles de kulaks (y eso que tenía poca información de la hambruna ucraniana de principios de los años treinta). Ambas formas totalitarias eliminaron a las élites rivales (Röhm y Trotski) lo mismo que a millones de individuos. Una de sus fuentes, los libros de David Rousset (L’univers concentrationnaire y Les jours de notre mort, 1946 y 1947), todavía les daba a los trabajos forzados alguna importancia en los campos de concentración nazis y mucha en el gulag, pues fue Rousset, antiguo trotskista prisionero de los nazis, quien popularizó ese acrónimo para definir los campos rusos. Arendt descartó lo primero y le dio poca importancia a lo segundo: actualmente sabemos que “el universo concentracionario” fue un desastre económico para ambos totalitarismos, diseñado para destruir lo humano en el hombre sin apuntalar, antes al contrario, aquellas economías de guerra.
También estudió Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, la particularidad soviética de recambiar la élite burocrática mediante las purgas, incluida esa pieza central que fue la nkvd/kgb a la cual exterminó Stalin para que los verdugos tuviesen pavor de ser víctimas al día siguiente, como ocurría rutinariamente.25 Aunque apuntó la mutua admiración y simpatía que privaba entre ambos dictadores, no se dejó llevar por la anécdota. Ambos totalitarismos se habrían aniquilado de no haber sido derrotado Hitler –escribió Arendt en plena Guerra Fría–, temeroso de la amenaza soviética.
Lo mismo T. E. Lawrence que André Malraux, Jünger que Brecht –concluye Arendt–, eran hijos del furor de Nietzsche y de Georges Sorel, pero también protagonistas o hermanos menores de los soldados de la Gran Guerra. Deshumanizados por la técnica, no podían sino ser, de manera permanente o pasajera, voceros del totalitarismo. “Pocos de ellos, pese a los horrores de la guerra, perdieron los sentimientos de entusiasmo por el terror, pues entre los sobrevivientes de las trincheras, no había pacifistas”, escribió Arendt.26
Al equiparar ambos totalitarismos, capaces de convencer a millones de hombres y mujeres de que no había otra forma de vida posible que no fuese la del crimen, la sospecha y el terror, Arendt puso un clavo de más sobre el féretro del hitlerismo y condenó, de principio a fin, toda la experiencia soviética. Una vez muerto Stalin, en “Reflections on the Hungarian Revolution”, la fatiga se adueña de Arendt e ignora, como tantos en ese año de 1956, qué rumbo tomaría el totalitarismo posestaliniano.
Termino por ser pedagógico. Los orígenes del totalitarismo es un clásico obligado para las nuevas generaciones que enfrentan formas suaves o residuales de totalitarismo en el primer cuarto de nuestro siglo XXI. Ello hace de Arendt algo más, mucho más, que la filósofa genial que fracasó al lavarle las manos sucias a Martin Heidegger tras su visita al tirano de Siracusa.
Acaso contra su voluntad teórica, Hannah Arendt regresó, gracias a Los orígenes del totalitarismo, a ese Mal radical kantiano que nunca debió olvidar. ~
Fuente: https://letraslibres.com
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