El Inca Garcilaso fue un hombre que, obligado por su cuna, intentó remar contra corriente. Hagamos un breve repaso de sus obras en el escasísimo tiempo del que disponemos. En 1586 terminó su traducción del libro de un hebreo, León, un sefardí que tenía por apellido Abrabanel y que era hijo de uno de los caudillos espirituales de la Sinagoga en el trágico exilio de 1492. Apenas hace falta recordar que, por aquellas fechas, los españoles andaban espulgando los linajes propios y ajenos para ver si por sus venas corría una gota de sangre judía. Pero todavía hay más. En España imperaba entonces el aristotelismo, impuesto antaño por santo Tomás y remozado a la sazón por la brillante escuela de Salamanca. En los Diálogos de amor, en cambio, se expone una doctrina platonizante, más en consonancia, desde luego, con las enseñanzas de nuestros grandes místicos, por más que también estos místicos resultasen más de una vez sospechosos a ojos de la Iglesia oficial. No extraña en absoluto que el tratado lo mandase finalmente recoger la Inquisición "porque no era para vulgo".
Como tema de su segundo libro, Garcilaso eligió la historia del único gran fracaso que habían sufrido los españoles en aquella gigantesca empresa que fue la conquista de América: la colonización de la Florida, una y otra vez intentada, una y otra vez abandonada con gran pérdida de vidas y de reputación. Un asunto en verdad sorprendente para ser tratado en 1605 bajo el patrocinio del más grande noble luso, don Teodosio de Braganza, el padre del futuro rey de Portugal Juan IV.
Sigamos. Desde su primera aparición al mundo de las letras (1590) Gómez Suárez de Figueroa, convertido ya en Garcilaso de la Vega, se quiso intitular Inca, abandonando la equidistancia entre los dos mundos, por más que siempre pregonase que estaba "obligado de
ambas naciones, por ser "hijo de un español y de una india". Pero en la Primera parte de los comentarios reales (1609) el mestizo sintió la llamada imperiosa de la sangre materna y se dejó deslumbrar por el pasado indígena.
Jamás se ha hecho un encomio más apasionado de un pueblo. En comparación con las alabanzas que dirigió Garcilaso a los incas, palidecen todas las loas y panegíricos que se entonaron a la Roma imperial. En versos famosos, Virgilio había señalado que la grandeza de Roma consistía no en descubrir grandes inventos ni en sobresalir en las artes, sino en regir el mundo, "perdonando a los sometidos y domeñando a los soberbios". Este espíritu magnánimo e integrador de naciones es el que Garcilaso atribuye a los incas. Una y otra vez se insiste en su misión civilizadora:
"Venían a los hombres para darles pueblos en que viviesen, y mantenimientos que comiesen" (I.16).
Los españoles habían subyugado a los indios por la fuerza. Muy otro fue el proceder de los incas en su expansión:
"El sol -dice Mayta Cápac- no lo había enviado a la tierra para que matase indios, sino que para que les hiciese beneficios, sacándoles de la vida bestial que tenían" (III.6).
"La ciudad del Cozco… fue otra Roma", se repite hasta tres veces en la obra (proemio; VI.20; VII.8). Ahora bien, en este parangón con los romanos salen los incas ganadores con mucho, pues, frente al indiscriminado politeísmo de los antiguos, los indios del Perú practicaron el culto a un solo dios, no hicieron sacrificios humanos (II.9), como los mexicas y aun como los griegos y romanos en sus primeros tiempos, ni conocieron la sodomía, práctica execrada por nuestro autor (III.13; VI.11; 19; 36).
En esta exaltación de los vencidos ¿qué lugar ocupan los vencedores? En abierta rebeldía contra la herencia paterna, Garcilaso les otorga un papel más bien apagado y triste: son hombres que por su incuria y despreocupación causaron la pérdida de edificios realmente monumentales. Los conquistadores solo tuvieron una cosa buena, y es que supieron imponer la ley seca a un pueblo demasiado proclive a la embriaguez: "Por el buen ejemplo que los españoles en este particular les han dado, no hay indio que se emborrache, sino que lo vituperan y abominan por grande infamia; que si en todo vicio hubiera sido el ejemplo tal, hubieran sido apostólicos predicadores del Evangelio" (VI.22). Mas repárese que esa única alabanza lleva implícito un tremendo reproche: los españoles distaron mucho de acercarse a los "apostólicos predicadores del Evangelio" que hubieran debido ser.
Asignados ya los papeles que les corresponden a los incas y a los españoles, es hora de preguntarse por el puesto que ocupa el propio Garcilaso en este tremendo drama cósmico, un
drama que constituye al mismo tiempo su propia tragedia personal. La respuesta parece bien sencilla. Él escribe la historia de sus antepasados del Perú como uno de sus descendientes:
"Me sea lícito, pues soy indio, que en esta historia yo escriba como indio" (Advertencias). "Un indio, hijo de su tierra, quería escribir los sucesos de ella" (I 19).
Él se considera uno más de esos indios denostados por los españoles a causa de la flaqueza de su espíritu. Y así, asumiendo este juicio menospreciativo y como relamiéndose la herida, escribe con amarguísima ironía: "No es aqueste mi principal intento [discutir sobre el universo], ni las fuerzas de un indio pueden presumir tanto" (I.1).
Ahora bien, la respuesta dada y tantas veces reiterada es engañosa. Esta insistencia casi patética en presentarse como un indio revela precisamente el drama interior de Garcilaso, pues él no fue un indio, sino un mestizo, es decir, no perteneció a ninguna de las dos grandes "repúblicas" en que estaba dividida la sociedad colonial. "Mestizo", en efecto, era entonces un insulto, y así lo explicó con claridad diáfana el propio Inca:
"A los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llaman mestizos… Y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él, aunque en Indias, si a uno de ellos le dicen 'Sois un mestizo' o 'es un mestizo', lo toman por menosprecio" (X.31).
Otra vez Garcilaso nos escamotea una realidad humillante. Muy al contrario de lo que afirma, el Inca evitó emplear consigo mismo un término injurioso que, sin embargo, no vaciló en usar en otras ocasiones para dirigirse, ya sin tapujos, a los de su misma condición.
Garcilasso Inga. Este cambio de nombre ¿no significa, en definitiva, un cambio espiritual de patria? En los Comentarios Garcilaso se declaró natural de un imperio ya fenecido: "Mi patria: yo llamo así a todo el imperio que fue de los Incas" (X.24). El afán de quitarse el baldón de ser mestizo y convertirse en inca nos parece muy humano y comprensible; pero ¿era necesario para ello dejar de ser español? Viene a aclarar este enigma, en apariencia insoluble, un pasaje del propio Garcilaso, empeñado, como siempre, en comparar el Incario con el imperio romano:
"Roma hizo ventaja al Cozco… en haber alcanzado letras… Yo, incitado del deseo de la conservación de las antiguallas de mi patria, esas pocas que han quedado, porque no se pierdan del todo, me dispuse al trabajo tan excesivo como hasta aquí me ha sido y delante me ha de ser el escribir su antigua república hasta acabarla" (VII.8).
La gloria literaria era lo único que le faltaba al imperio inca para superar definitivamente al romano, enaltecido tanto por grandes generales como por escritores ilustres; y esa gloria era la ofrenda que él, Garcilaso, hacía a la memoria de sus antepasados, una tarea que solo él podría llevar a cabo. Mas para ello era necesario un requisito imprescindible: desnaturalizarse espiritualmente de España para hacerse heredero de los
incas, es decir, convertirse él mismo en un inca a cambio de ser el Tito Livio de su patria, alcanzando por ello fama imperecedera.
Deuda saldada con la madre y con el Perú. Pero ¿y el padre? ¿Y España? Parece como si Garcilaso hubiese sentido remordimientos por haber sido injusto con la herencia paterna, la otra parte de su personalidad. Para cumplir con el capitán Garcilaso de la Vega el Inca escribió su cuarto libro, la Historia general del Perú, publicada póstumamente (1616), haciendo relación de "las hazañas y valentías que los bravos y generosos españoles hizieron en ganar aquel riquísimo imperio" (f. 300r a). Otra vez vuelven a oírse comparaciones con la Antigüedad clásica, si bien aquí suenan más a falso, a mero lugar común. Los "heroycos españoles" son "verdaderos Alcides y christianos Achiles", y sus proezas, "más grandiosas y heroycas que las de los Alexandros de Grecia y Césares de Roma" (Dedicación). Pero a quienes de verdad se dedica una verdadera cascada de epítetos es de nuevo a los incas, "que pudieron competir con los Darios de Persia, Ptolomeos de Egipto, Alexandros de Grecia y Cipiones de Roma" (Prólogo).
¿Ha cambiado la mentalidad de Garcilaso? Más bien ha variado su punto de mira. El autor sigue siendo el mismo mestizo que asistió, atónito y estremecido, al derrumbamiento de un mundo; pero este hombre no se ya duele de su propia flaqueza, como heredada de los indios, sino que proclama a los cuatro vientos que, para las letras, les "sobra capacidad a los mestizos" (Prólogo). Y no solo se puede esperar el pase de la fe católica al Nuevo Mundo, anunciada por Felipe de Meneses y otros autores europeos, sino que de América habrían de salir en el futuro personajes tan ilustres como los de la metrópoli, de la misma manera que antaño una bárbara Hispania había dado a Roma, una vez educada y pulida, a los Sénecas, a Trajano y a Teodosio.
Es muy significativo, por otra parte, que la Segunda parte termine con la rebelión de Túpac Amaru. Al ser prendido el último inca, los mestizos del Perú fueron acusados de haberse conjurado con ese príncipe "para alçarse con el reyno" (II parte, f. 295 b). Garcilaso se lamenta de la triste suerte que corrieron muchos de sus condiscípulos desterrados, citando por su nombre a Juan Arias Maldonado (II parte, f. 296v) y a don Carlos Paullu (II, f. 297r; cf. Primera parte, VI.4; X.38). Asimismo se horroriza ante la ejecución de Túpac Amaru, el último Inca. Ahora bien, la crónica no remata ahí, sino que añade dos capítulos más para contar las muertes desastradas de Francisco de Toledo, el virrey que había dictado la inhumana sentencia contra el Inca, y de Martín García de Loyola, el capitán que lo había apresado. Aunque Garcilaso no lo diga expresamente, es evidente que, a su juicio, con esas muertes se había cumplido la justicia divina. Un autor cristiano, Lactancio, había escrito en el s. IV un tratadito de mortibus persecutorum, refiriendo el horrendo fin que habían tenido los emperadores que habían perseguido a los cristianos. Así también acaba la Segunda parte de los comentarios, rindiendo un tácito homenaje al extinto imperio inca al narrar los castigos divinos en que incurrieron quienes acabaron de aniquilarlo. Otra vez, pues, Garcilaso nos presenta de la manera más descarnada posible el fin de su mundo, pero reivindicando firmemente el papel que correspondía a los mestizos. Y parece como si él, desengañado, hubiera querido huir de las miserias padecidas en una España real para refugiarse, mecido por la lejana voz de su madre, en los gratos recuerdos de un Incario fabuloso.
Como tema de su segundo libro, Garcilaso eligió la historia del único gran fracaso que habían sufrido los españoles en aquella gigantesca empresa que fue la conquista de América: la colonización de la Florida, una y otra vez intentada, una y otra vez abandonada con gran pérdida de vidas y de reputación. Un asunto en verdad sorprendente para ser tratado en 1605 bajo el patrocinio del más grande noble luso, don Teodosio de Braganza, el padre del futuro rey de Portugal Juan IV.
Sigamos. Desde su primera aparición al mundo de las letras (1590) Gómez Suárez de Figueroa, convertido ya en Garcilaso de la Vega, se quiso intitular Inca, abandonando la equidistancia entre los dos mundos, por más que siempre pregonase que estaba "obligado de
ambas naciones, por ser "hijo de un español y de una india". Pero en la Primera parte de los comentarios reales (1609) el mestizo sintió la llamada imperiosa de la sangre materna y se dejó deslumbrar por el pasado indígena.
Jamás se ha hecho un encomio más apasionado de un pueblo. En comparación con las alabanzas que dirigió Garcilaso a los incas, palidecen todas las loas y panegíricos que se entonaron a la Roma imperial. En versos famosos, Virgilio había señalado que la grandeza de Roma consistía no en descubrir grandes inventos ni en sobresalir en las artes, sino en regir el mundo, "perdonando a los sometidos y domeñando a los soberbios". Este espíritu magnánimo e integrador de naciones es el que Garcilaso atribuye a los incas. Una y otra vez se insiste en su misión civilizadora:
"Venían a los hombres para darles pueblos en que viviesen, y mantenimientos que comiesen" (I.16).
Los españoles habían subyugado a los indios por la fuerza. Muy otro fue el proceder de los incas en su expansión:
"El sol -dice Mayta Cápac- no lo había enviado a la tierra para que matase indios, sino que para que les hiciese beneficios, sacándoles de la vida bestial que tenían" (III.6).
"La ciudad del Cozco… fue otra Roma", se repite hasta tres veces en la obra (proemio; VI.20; VII.8). Ahora bien, en este parangón con los romanos salen los incas ganadores con mucho, pues, frente al indiscriminado politeísmo de los antiguos, los indios del Perú practicaron el culto a un solo dios, no hicieron sacrificios humanos (II.9), como los mexicas y aun como los griegos y romanos en sus primeros tiempos, ni conocieron la sodomía, práctica execrada por nuestro autor (III.13; VI.11; 19; 36).
En esta exaltación de los vencidos ¿qué lugar ocupan los vencedores? En abierta rebeldía contra la herencia paterna, Garcilaso les otorga un papel más bien apagado y triste: son hombres que por su incuria y despreocupación causaron la pérdida de edificios realmente monumentales. Los conquistadores solo tuvieron una cosa buena, y es que supieron imponer la ley seca a un pueblo demasiado proclive a la embriaguez: "Por el buen ejemplo que los españoles en este particular les han dado, no hay indio que se emborrache, sino que lo vituperan y abominan por grande infamia; que si en todo vicio hubiera sido el ejemplo tal, hubieran sido apostólicos predicadores del Evangelio" (VI.22). Mas repárese que esa única alabanza lleva implícito un tremendo reproche: los españoles distaron mucho de acercarse a los "apostólicos predicadores del Evangelio" que hubieran debido ser.
Asignados ya los papeles que les corresponden a los incas y a los españoles, es hora de preguntarse por el puesto que ocupa el propio Garcilaso en este tremendo drama cósmico, un
drama que constituye al mismo tiempo su propia tragedia personal. La respuesta parece bien sencilla. Él escribe la historia de sus antepasados del Perú como uno de sus descendientes:
"Me sea lícito, pues soy indio, que en esta historia yo escriba como indio" (Advertencias). "Un indio, hijo de su tierra, quería escribir los sucesos de ella" (I 19).
Él se considera uno más de esos indios denostados por los españoles a causa de la flaqueza de su espíritu. Y así, asumiendo este juicio menospreciativo y como relamiéndose la herida, escribe con amarguísima ironía: "No es aqueste mi principal intento [discutir sobre el universo], ni las fuerzas de un indio pueden presumir tanto" (I.1).
Ahora bien, la respuesta dada y tantas veces reiterada es engañosa. Esta insistencia casi patética en presentarse como un indio revela precisamente el drama interior de Garcilaso, pues él no fue un indio, sino un mestizo, es decir, no perteneció a ninguna de las dos grandes "repúblicas" en que estaba dividida la sociedad colonial. "Mestizo", en efecto, era entonces un insulto, y así lo explicó con claridad diáfana el propio Inca:
"A los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llaman mestizos… Y por ser nombre impuesto por nuestros padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él, aunque en Indias, si a uno de ellos le dicen 'Sois un mestizo' o 'es un mestizo', lo toman por menosprecio" (X.31).
Otra vez Garcilaso nos escamotea una realidad humillante. Muy al contrario de lo que afirma, el Inca evitó emplear consigo mismo un término injurioso que, sin embargo, no vaciló en usar en otras ocasiones para dirigirse, ya sin tapujos, a los de su misma condición.
Garcilasso Inga. Este cambio de nombre ¿no significa, en definitiva, un cambio espiritual de patria? En los Comentarios Garcilaso se declaró natural de un imperio ya fenecido: "Mi patria: yo llamo así a todo el imperio que fue de los Incas" (X.24). El afán de quitarse el baldón de ser mestizo y convertirse en inca nos parece muy humano y comprensible; pero ¿era necesario para ello dejar de ser español? Viene a aclarar este enigma, en apariencia insoluble, un pasaje del propio Garcilaso, empeñado, como siempre, en comparar el Incario con el imperio romano:
"Roma hizo ventaja al Cozco… en haber alcanzado letras… Yo, incitado del deseo de la conservación de las antiguallas de mi patria, esas pocas que han quedado, porque no se pierdan del todo, me dispuse al trabajo tan excesivo como hasta aquí me ha sido y delante me ha de ser el escribir su antigua república hasta acabarla" (VII.8).
La gloria literaria era lo único que le faltaba al imperio inca para superar definitivamente al romano, enaltecido tanto por grandes generales como por escritores ilustres; y esa gloria era la ofrenda que él, Garcilaso, hacía a la memoria de sus antepasados, una tarea que solo él podría llevar a cabo. Mas para ello era necesario un requisito imprescindible: desnaturalizarse espiritualmente de España para hacerse heredero de los
incas, es decir, convertirse él mismo en un inca a cambio de ser el Tito Livio de su patria, alcanzando por ello fama imperecedera.
Deuda saldada con la madre y con el Perú. Pero ¿y el padre? ¿Y España? Parece como si Garcilaso hubiese sentido remordimientos por haber sido injusto con la herencia paterna, la otra parte de su personalidad. Para cumplir con el capitán Garcilaso de la Vega el Inca escribió su cuarto libro, la Historia general del Perú, publicada póstumamente (1616), haciendo relación de "las hazañas y valentías que los bravos y generosos españoles hizieron en ganar aquel riquísimo imperio" (f. 300r a). Otra vez vuelven a oírse comparaciones con la Antigüedad clásica, si bien aquí suenan más a falso, a mero lugar común. Los "heroycos españoles" son "verdaderos Alcides y christianos Achiles", y sus proezas, "más grandiosas y heroycas que las de los Alexandros de Grecia y Césares de Roma" (Dedicación). Pero a quienes de verdad se dedica una verdadera cascada de epítetos es de nuevo a los incas, "que pudieron competir con los Darios de Persia, Ptolomeos de Egipto, Alexandros de Grecia y Cipiones de Roma" (Prólogo).
¿Ha cambiado la mentalidad de Garcilaso? Más bien ha variado su punto de mira. El autor sigue siendo el mismo mestizo que asistió, atónito y estremecido, al derrumbamiento de un mundo; pero este hombre no se ya duele de su propia flaqueza, como heredada de los indios, sino que proclama a los cuatro vientos que, para las letras, les "sobra capacidad a los mestizos" (Prólogo). Y no solo se puede esperar el pase de la fe católica al Nuevo Mundo, anunciada por Felipe de Meneses y otros autores europeos, sino que de América habrían de salir en el futuro personajes tan ilustres como los de la metrópoli, de la misma manera que antaño una bárbara Hispania había dado a Roma, una vez educada y pulida, a los Sénecas, a Trajano y a Teodosio.
Es muy significativo, por otra parte, que la Segunda parte termine con la rebelión de Túpac Amaru. Al ser prendido el último inca, los mestizos del Perú fueron acusados de haberse conjurado con ese príncipe "para alçarse con el reyno" (II parte, f. 295 b). Garcilaso se lamenta de la triste suerte que corrieron muchos de sus condiscípulos desterrados, citando por su nombre a Juan Arias Maldonado (II parte, f. 296v) y a don Carlos Paullu (II, f. 297r; cf. Primera parte, VI.4; X.38). Asimismo se horroriza ante la ejecución de Túpac Amaru, el último Inca. Ahora bien, la crónica no remata ahí, sino que añade dos capítulos más para contar las muertes desastradas de Francisco de Toledo, el virrey que había dictado la inhumana sentencia contra el Inca, y de Martín García de Loyola, el capitán que lo había apresado. Aunque Garcilaso no lo diga expresamente, es evidente que, a su juicio, con esas muertes se había cumplido la justicia divina. Un autor cristiano, Lactancio, había escrito en el s. IV un tratadito de mortibus persecutorum, refiriendo el horrendo fin que habían tenido los emperadores que habían perseguido a los cristianos. Así también acaba la Segunda parte de los comentarios, rindiendo un tácito homenaje al extinto imperio inca al narrar los castigos divinos en que incurrieron quienes acabaron de aniquilarlo. Otra vez, pues, Garcilaso nos presenta de la manera más descarnada posible el fin de su mundo, pero reivindicando firmemente el papel que correspondía a los mestizos. Y parece como si él, desengañado, hubiera querido huir de las miserias padecidas en una España real para refugiarse, mecido por la lejana voz de su madre, en los gratos recuerdos de un Incario fabuloso.
Conferencia del académico Juan Gil en el Homenaje al Inca Garcilaso de la Agencia Española de Cooperación (AECID) y la Real Academia Española (RAE). 16.6.2016
Darío Villanueva - director de la RAE - y Juan Gil
CADENA DE CITAS
- Antes - Cita CCLXXXI: ¿Por qué persiste el racismo en nuestra sociedad?
- Después - Cita CCLXXXIII: El turismo mal manejado es depredador