domingo, 22 de junio de 2025

Cita DCCCLXI: La peor noche de Vargas Llosa

Acaba de morir Vargas Llosa y, luego de enrojecer mis ojos navegando en las redes, decido salir de casa para recorrer los ciento cincuenta metros que me separan de Diego Ferré 225. Es una noche de otoño limeño y el mar ronronea al pie del acantilado. Me toma dos minutos llegar. Las ventanas de ambos pisos están apagadas, aunque, entre la reja azul y la fachada color tabaco, una luz tenue se filtra entre crotos y floripondios. La imagino blanca, como estaba pintada hace setenta y cinco años, cuando un adolescente Vargas Llosa la eligió como su posada para escapar del infortunio, sin saber entonces que esa casa, el barrio y sus habitantes inspirarían grandes momentos de la literatura en, por lo menos, cuatro obras suyas.

Un poco antes de que conociera esta casa, el chiquillo Vargas Llosa había pasado la noche más terrorífica que tuvo en su larga vida. La historia es conocida, pero es necesario evocarla: su madre, Dora Llosa, una jovencita arequipeña de poco más de veinte años, se había casado con Ernesto Vargas, un exmarino limeño, treintañero y empleado de Panagra, a pesar de las sospechas sobre su mal carácter. Cuando al poco tiempo Dora se vio embarazada en Lima, su marido la alentó a volver a Arequipa para que estuviera cuidada por su familia, alegando que él debía ausentarse para abrir una sucursal de la aerolínea. Fue una triquiñuela: su padre no volvió a aparecer, y solo se supo de él tan pronto envió una solicitud de divorcio cuando el niño había nacido.

En la década de 1930, y en una ciudad tan conservadora como Arequipa, la vergüenza de ser una madre divorciada debió ser cataclísmica para Dora y los Llosa. ¿Qué otra cosa podría explicar un rompimiento así de temprano que la pecaminosa conducta de la mujer? Mientras los Llosa se mudaban a Bolivia, el niño Mario creció con la idea de que su padre estaba en el cielo y todas las noches le rezaba a su retrato de marino. Fueron años de inocencia, de primeras lecturas y de pertenencia a un clan afectuoso; hasta que el regreso de la familia a Perú, más exactamente a Piura, tuvo como consecuencia la conocida expulsión del paraíso. Hace un par de años, en Guadalajara, me tocó escuchar a Vargas Llosa narrar cómo fue aquella tarde: la caminata con su madre por el malecón Eguiguren, ella diciéndole “tú sabes que tu papá vive, ¿no?”, y él asintiendo desconcertado; luego, la figura de traje beige poniéndose de pie en la recepción del hotel de turistas; el pasmo de encontrarse, a diferencia del retrato en el velador, con alguien más viejo y calvo; la sugerencia de ir a dar una vuelta en su Ford azul, y, cuando ya se habían alejado de la ciudad, la lúgubre sensación de un rapto: “Mamá, los abuelos se van a preocupar”, y la respuesta atronadora del recién resucitado: “¿Y qué? ¿Un hijo no debe estar con su papá?”

Esa noche, el Ford azul hizo una escala en Chiclayo. Mientras la pareja ocupaba una habitación en el hotel, el niño fue instalado en otra, y puedo imaginar su intriga y espanto en esa soledad. Una vez que se instalaron en Lima, sus peores temores fueron sobrepasados: su padre no solo era violento con su madre, sino que también se descargaba con él. Según Vargas Llosa, una vez fue sentenciado a aislarse en su habitación, pero el niño no pensó que el castigo aplicara a su asistencia a la misa: al salir del templo, su padre lo esperaba en las gradas y le zampó una cachetada.

De ahí que esta casa, hoy de color tabaco,1se convirtiera en un refugio para el chiquillo los fines de semana. En ella vivían sus tíos Laura y Juan, junto a sus primas Nancy y Gladys, y fue en esta calle, entonces cobijada por moreras y perfumada por madreselvas, que ese joven conoció la vida de un barrio calmo, bailó los primeros boleros, e ideó estrategias para declarársele a las niñas. Fue Teresita Morales la primera que aceptó sus galanteos, no sin hacerse de rogar, y de ella y de sus amigos pueden encontrarse rastros en esa breve maravilla que para mí es Los cachorros, en La ciudad y los perros y, si me apuran, en Travesuras de la niña mala.

La alquimia de los artistas consiste en transformar la desventura en dolorosa belleza, y Vargas Llosa siguió la misma senda que otros grandes escritores transitaron antes y después que él, como Kafka y Peter Handke en relación a sus padres.

Por ello, aunque hoy sepamos que la rebeldía que fermentaba dentro del joven Vargas Llosa propició sus futuras obras –rebeldía en colegios militares, en entornos burgueses proclives a la dictadura, en alzamientos contra el Estado en el sertón brasileño, en complots contra un dictador dominicano o en el reino africano de un rey belga–, esta noche, ante esta casa, intento sentir el miedo de aquel niño en la primera noche de su nueva realidad: esa oscuridad a solas, el rostro de los abuelos y tíos queridos dejados atrás, el abismo incierto del futuro y, sobre todo, la presencia de ese ser sobrenatural llegado de la muerte que ha enrarecido el mundo hasta hacerlo casi irrespirable.

Quizá no sea exagerado decir que, al menos para mis compatriotas, la peor noche de Vargas Llosa constituyó un ingrediente indispensable en la renovación de nuestra literatura. Pero también lo fue que él fuera acogido con amor en esta plácida casa. Después de todo, sus ficciones se escribieron para llenar la brecha entre ambas realidades: si Vargas Llosa combatió el despotismo en sus historias, es porque también conoció la felicidad donde los tiranos no reinaban. ~

Fuente: https://letraslibres.com

Por: es un escritor y comunicador peruano. En 2023 obtuvo el Premio Alfaguara de Novela por Cien cuyes.

 

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