Uno de los capítulos más controvertidos de la vida pública de Mario Vargas Llosa fue su candidatura a la presidencia del Perú en 1990. El mismo mes de las elecciones, Enrique Krauze publicó en Vuelta este perfil –a la vez una crónica in situ de un país azotado por la crisis económica, el narcotráfico y la guerrilla– que busca conciliar al escritor con el político, y trazar la ruta que condujo al autor de Historia de Mayta de la creación literaria a la acción.
“No hay límites para el deterioro.” Al volver a Lima, once años después de mi primera visita, recordé la melancólica frase de Alejandro Mayta cuando vuelve a su vez, luego de varios años, a un pequeño poblado de los Andes. El viejo guerrillero había pensado entonces que la pobreza del lugar era ya extrema, pero su regreso lo desmiente. Con Lima ocurre lo mismo. Ahora es más cruel el contraste entre su antigua grandeza señorial y un empobrecimiento evidente, agresivo. Un ejército de cambistas agita en las calles sus fajillas de “intis”, devaluados día a día; otro ejército de pordioseros infantiles, muchos de ellos baldados, deambula por las zonas comerciales. El verdadero ejército patrulla las avenidas, emplaza tanques para resguardar el Palacio de Gobierno y permanece alerta en espera del habitual zarpazo de la guerrilla. Los apagones y el sabotaje, los secuestros y asesinatos se han vuelto noticia cotidiana. Zonas enteras del país se encuentran a merced de Sendero Luminoso, el grupo guerrillero frente a cuyo nihilismo despiadado los poseídos de Dostoievski son héroes de telenovela rosa. La naturaleza de la guerrilla –su organización celular, movilidad “browniana”, vínculo con el narcotráfico, monacal disciplina y, ante todo, su celo ideológico y destructor– priva al gobierno peruano de casi toda esperanza de victoria militar. A este estado de sitio se aúna la bancarrota económica.
Se diría que la severidad de los problemas que enfrenta Perú es solo comparable a la profundidad de su cultura y su pasado. Pero este riquísimo pasado no explica la postración del presente. A sabiendas de que otras culturas no menos complejas y milenarias han entroncado felizmente con la modernidad, el Perú –que es, ciertamente, muchas historias y geografías contrapuestas, conflictivas, ajenas– busca con desesperación ese mismo entronque. Tres fuerzas acaudilladas por modernos universitarios hacen todo por impedirlo: el populismo estatista del APRA, la apolillada e inquisitorial izquierda marxista y los guerrilleros que de noche leen el sangriento evangelio de Abimael Guzmán y al día siguiente lo practican.
En este escenario que apenas es exagerado llamar apocalíptico, las categorías políticas convencionales, de acción o de análisis, parecen insuficientes. La maltrecha pero efectiva democracia peruana, las viejas libertades cívicas, el animado debate de la prensa oficiosa con la independiente son, sin duda, garantías de convivencia, de supervivencia; pero el deterioro que no tiene fin y la incesante creatividad de la muerte reclaman algo más que un líder político: casi un mesías. En sus novelas, Mario Vargas Llosa ha tocado las llagas de estos países y revelado sus tensiones ideológicas y religiosas. Ahora el destino lo ha puesto en la posición más difícil: así como la novela arrastra por caminos inadvertidos al personaje, la vida ha vuelto a Vargas Llosa protagonista de una historia real que encarna e integra todos aquellos elementos de sus más dramáticas novelas. Los demonios de la creación literaria a los que tantas veces se ha referido parten de la mente y mueren en la página. Su caso es distinto: los demonios de la página cobran nueva vida y se apoderan del escritor.
El momento actual venía preparándose en su ánimo desde muy atrás. Como tantos otros intelectuales, Vargas Llosa había vivido el París de los cincuenta haciendo la revolución en el café y venerando al escritor comprometido por excelencia: Jean-Paul Sartre. La Revolución cubana pareció entonces una aurora y la guerrilla una promesa de liberación continental. Con los años sesenta sobrevinieron las malas nuevas en el mundo socialista, incluyendo algunas del “primer territorio liberado” de América: Cuba. (Para quien quisiera verlas, las malas nuevas habían comenzado en 1921.) Pero ni las purgas de escritores en el régimen de Castro ni el fin de la Primavera de Praga alteraron en verdad las convicciones de los nuevos clérigos. Desde fines de los sesenta, Vargas Llosa fue una de las muy escasas y abiertas excepciones. Cierta frecuentación de la tradición liberal inglesa –la obra de Isaiah Berlin, especialmente– lo habituó a la duda, la crítica, la constatación empírica, la tolerancia. La decepción de la intelectualidad francesa con el marxismo y sus gurús a raíz de la publicación del Archipiélago Gulag lo hizo revalorar a Camus y “decolorar” a Sartre. Con todo, lo que terminaría por perfilar su actitud política y moral sería su intensa polémica con la inteliguentsia latinoamericana, a la que Vargas Llosa, con plena razón, considera “un factor decisivo de subdesarrollo político”.
Refiriéndose explícitamente a Pablo Neruda (autor de “la poesía más rica y liberadora que se ha escrito en castellano […] y de poemas en loor de Stalin”), a Alejo Carpentier (cuyas “elegantes y escépticas ficciones contrastan con la beatitud servil que siempre tuvo ante Castro”) y, desde luego, a Cortázar y García Márquez, Vargas Llosa escribió en junio de 1984:
Hay una extraordinaria paradoja en la que una misma persona que, en la poesía o la novela, ha mostrado audacia y libertad, aptitud para romper con la tradición, las convenciones, y renovar las formas, los mitos y el lenguaje, sea capaz de un desconcertante conformismo en el dominio ideológico, en el que, con prudencia, timidez, docilidad, no vacila en hacer suyos y respaldar con su prestigio los dogmas más dudosos e, incluso, las meras consignas de la propaganda.
A juicio de Vargas Llosa, nuestros intelectuales han sido guardianes de la ortodoxia, no de la crítica.
Este largo proceso de herejía y desencanto, por el cual Vargas Llosa ha sido calumniado repetidamente, desembocó en el clímax biográfico que, según su propio testimonio, cambió su destino: la matanza de Uchuraccay. En 1983, a raíz de la extraña muerte de ocho periodistas en la zona de Ayacucho (montañoso asiento de las operaciones senderistas), un sector radical de la prensa y la opinión pública inculpó al gobierno de Belaúnde Terry. En respuesta, el presidente formó una comisión investigadora de tres miembros –uno de ellos Vargas Llosa– y ocho asesores. Al cabo de treinta días en el lugar de los hechos, y después de reunir más de mil páginas de testimonios, la comisión concluyó que “el asesinato de los periodistas fue obra de los comuneros de Uchuraccay, posiblemente con la colaboración de comuneros de otras comunidades iquichanas, sin que, en el momento de la matanza, participaran en ella fuerzas del orden”. Al poco tiempo, Vargas Llosa publicó en los principales diarios de Occidente su “Historia de una matanza”, donde mostraba el origen del problema: los indígenas de Uchuraccay, arraigados en una cultura milenaria acosada por la guerrilla, habían creído que los periodistas pertenecían a Sendero Luminoso. La experiencia de Uchuraccay había terminado por revelarle la naturaleza de la guerrilla en Latinoamérica:
Los movimientos guerrilleros no son, en estos países, “campesinos”. Nacen en las ciudades, entre intelectuales y militantes de las clases medias, seres a menudo tan ajenos y esotéricos –con sus esquemas y su retórica– a las masas campesinas, como Sendero Luminoso para los hombres y mujeres de Uchuraccay. Lo que suele ganarles el apoyo campesino son los abusos que cometen esos otros forasteros –las fuerzas de la contrainsurgencia– o, simplemente, la coacción que ejercen sobre los campesinos quienes creen ser dueños de la historia y la verdad absoluta. La realidad es que las guerras entre guerrillas y fuerzas armadas resultan arreglos de cuentas entre sectores “privilegiados” de la sociedad, en los que las masas campesinas son utilizadas con cinismo y brutalidad por quienes dicen querer “liberarlas”. Son estas masas las que ofrecen, siempre, el mayor número de víctimas: 750 en el Perú solo desde principios de año.
Como en una metáfora instantánea y macabra, Vargas Llosa comprendió, en Uchuraccay, los extremos a los que ha conducido el celo ideológico que él mismo albergó durante su juventud. En ese momento de “asombro, indignación y tristeza” concibió Historia de Mayta y, muy probablemente, entrevió también su propia historia futura.
Uchuraccay fue una revelación. Historia de Mayta, una suerte de catarsis autobiográfica, un ajuste de cuentas con los fanatismos ideológicos que, buscando “bajar al cielo del cielo y plantarlo en la tierra”, solo logran arraigar más la opresión y la miseria. Con todo, aquel exorcismo literario y moral fue insuficiente. Una vez tocado por la realidad terrible de su país, Vargas Llosa descubrió que para él no había marcha atrás. Tenía que seguir adentrándose en ella, comprometiéndose con ella: la triste secuela del informe de Uchuraccay, la protesta por la matanza oficial de cientos de senderistas en una cárcel limeña, la resistencia a la nacionalización de los bancos, el juicio a la desastrosa administración populista, estatista y demagógica de Alan García… el vértigo de los acontecimientos lo atrapó y él contribuyó a que lo atrapara. Hasta entonces su actitud crítica había sido reactiva y su emplazamiento, puramente intelectual. Para incorporarse a la política requería un programa positivo. Lo encontró en las diversas corrientes liberales de Occidente: la filosofía política de Popper y Berlin, las ideas económicas de Hayek y Friedman, la claridad analítica de Aron y Revel. Esta nueva plataforma de pensamiento se enriqueció con la influencia de un pensador original, provocativo y sólido: Hernando de Soto. En su obra El otro sendero, De Soto no solo bajó los ideales abstractos del liberalismo económico a la realidad concreta de la tierra peruana: los estudió y reconoció como vivos y actuantes en los afanes cotidianos de millones de empresarios pequeños, subterráneos, informales. Aunque el vínculo político entre ellos se rompió inexplicablemente, Vargas Llosa acogió las ideas claves de De Soto. El ciclo de compromiso seguiría su curso. Tras la revelación, el profundo examen de conciencia y la adopción razonada de un nuevo cuerpo de ideas, llegaría el salto definitivo a la acción, que en su caso no podía ser otro que la candidatura a la presidencia.
Hoy, a unos días de las elecciones generales del 8 de abril, Vargas Llosa es una presencia ubicua. Los inmensos carteles de su organización política –el Frente Democrático o Fredemo– anuncian “El gran cambio” que sobrevendrá cuando llegue al poder. En un video que se repite incesantemente por televisión, Vargas Llosa camina por el campo peruano y asegura al público que pondrá a trabajar de nuevo al Perú. A los periodistas que lo acosan inquiriendo sobre el “shock” que suministrará a la economía, responde: “El verdadero shock es el que vivimos ahora.” Su mensaje es claro y convincente. Su imagen pública transmite seguridad, arrojo y un optimismo sereno. “Es nuestra última esperanza, nuestra salvación”, comenta un taxista. Las encuestas, dígalo Daniel Ortega, pueden ser engañosas, pero en el Perú, donde el encuestado no teme represalias futuras, quizá presagien los resultados reales; más de la mitad de los votantes peruanos piensa como el taxista y votará en consecuencia.
¿Salvar a Perú o mejorarlo? Algunos críticos de Vargas Llosa piensan que su impulso fervoroso ahoga en él, paulatinamente, al político realista y práctico. A mi juicio se equivocan al menos en dos sentidos. Sin una cierta pasión que no es inexacto o vergonzoso llamar mesiánica, es imposible –en el Perú de hoy– creer y propiciar la creencia en un cambio que limite el deterioro y aun lo revierta. Es fácil jugar al Hume de gabinete y acuñar frases redondas: “Perdimos un escritor, ¿ganaremos un presidente?” Es mucho más difícil atreverse a creer y jugarse la vida. Vargas Llosa lo hace todos los días. A principios de marzo viajó hasta Ayacucho para presidir el funeral de un candidato del Fredemo asesinado la víspera anterior por Sendero Luminoso. “No nos intimidarán”, declaró. (Días antes el mismo candidato había pedido armas para organizar la defensa civil.) Sin la barbarie fanática de los guerrilleros, Vargas Llosa tendría, sin duda, un perfil público menos vehemente. Con un enemigo así la contención es no solo imposible sino inútil: Vargas Llosa necesita creer y propiciar la creencia de que el Perú no es el lugar teológico de la milenaria venganza inca contra Occidente. Necesita creer y propiciar la creencia en la posibilidad de la paz.
Los críticos se equivocan también en un sentido inverso: Vargas Llosa sabe muy bien que no es un mesías. En los breves respiros de su campaña es un hombre reconcentrado, preocupado, nostálgico de su literatura –de las novelas que ha dejado a medio escribir–, escéptico de los frutos definitivos que pueda alcanzar la acción política. Su fe en el liberalismo económico no es libresca: tiene sus raíces prácticas en el éxito del modelo en varios países de Occidente y el fracaso universal del modelo opuesto. Más aún, esta fe no ha desplazado en Vargas Llosa al liberalismo fundamental, el político: “Unas reglas del juego que permitan la coexistencia de puntos de vista diferentes [serían] la mejor vacuna contra la represión, las censuras y las guerras civiles que han signado nuestra historia y nos han hundido en el subdesarrollo económico y la barbarie política.” Vargas Llosa, en suma, no tiene un catecismo, tiene un programa.
Isaiah Berlin ha lamentado repetidamente la parálisis del intelectual liberal en la historia del siglo XIX y XX. Aterrado de los opresores y de los liberadores, en los que ve, con razón, dos caras de la misma fanática moneda, el liberal ha dejado una y otra vez que las minorías radicales asalten el poder. El inmenso valor histórico de Mario Vargas Llosa está en reclamar el poder para el liberalismo. Mientras nuestra pobre y servil clerigalla intelectual –esa sí irredimible– sigue rindiendo pleitesía a una ideología revolucionaria desmentida por la historia y por los votos desde la urss hasta Nicaragua, Vargas Llosa encabeza una revolución distinta: la de la libertad. Si llega al poder no intentará bajar el cielo a la tierra. Dejará el cielo en el cielo y buscará para los peruanos una residencia en la tierra menos miserable e injusta, menos opresiva y brutal. ~
Fuente: https://letraslibres.com
Por: Enrique Krauze es historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.
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